viernes, 19 de febrero de 2016

Impresiones turcas. Estambul I

 Estambul I

  En los momentos que empiezo a redactar las impresiones de este viaje que realizamos a Estambul en abril de 2006, las noticias día a día no son más que una crónica de la desesperación de tantos miles de refugiados que huyen de la cruenta guerra que se está librando sobre todo en Siria y que en cuatro años ha transformado sus vidas para siempre. Turquía, (maravilloso país del que apenas entreabrimos la puerta de su antigua capital, pero que fue suficiente para enamorarnos), constituye uno de los pasos hacia una Europa ensimismada, egoísta e insensible que cierra sus fronteras y que pretende soslayar un problema (de la que es en gran medida responsable, no hay más que echar mano a la Historia) con visitas de estado y fondos que casi nunca llegan a su destino porque casi nunca emprenden el camino.  Mientras tanto centenares de muertos en las costas griegas (¡qué distinto sería todo si la Unión Europea hubiera mostrado en este caso sólo la mitad de la diligencia que empleó para “acabar” con el problema de la deuda de este país!) y centenares de miles de personas malviviendo en campos de refugiados turcos esperando una solución que mucho me temo, tardará años en producirse.       
Aunque el objetivo de este blog sea contar mis experiencias de viajes pasados, no puedo por menos que hacerme eco de una situación que debería tocar las conciencias de todos. Y ahora paso a contar mi aventura estambulí. 
 Fueron en total cuatro horas de vuelo desde Sevilla con escala en Barcelona. Dos despegues, dos aterrizajes… ¡Un horror! Pero ni siquiera mi fobia a volar podía ser un impedimento. Los enormes deseos que tenía de pisar el suelo donde hoy se asienta  Estambul y que ha albergado tantos lugares que ocuparon en la historia (y en mi imaginario particular) un lugar tan especial, bien merecían la pena.
 Estambul se sitúa en un lugar único. Entre tierras europeas y asiáticas separadas, por el Bósforo a cuyas orillas se despliega la gran metrópoli que es hoy. El Bósforo es un canal estrecho de morfología complicada y cambiantes corrientes que dificultan la navegación por sus aguas, pero que sin embargo no impiden que soporte una enorme densidad de tráfico marítimo y que los grandes buques que lo surcan parezcan en ocasiones acercarse peligrosamente a los edificios de sus orillas. Me gusta pensar como los antiguos griegos quizá simbolizaron los riesgos del Bósforo situando en él a las Simplégades, esas temibles rocas que se unían según la suerte que acompañara a los navegantes y que Jasón y los argonautas lograron atravesar y dejar fijadas e inmóviles para siempre.  

Imagen tomada de Internet
  Pero si pensamos que un estrecho separa tierras, debemos también pensar que  comunica mares. Así en uno y otro extremo del Bósforo pude contemplar, primero desde el avión, luego desde la carretera que nos llevaba al hotel y que discurría en un corto tramo paralela a las murallas marítimas y muchas veces desde Sultanamet, el de Mármara, el Propóntide griego, el Mármara Denizi para los turcos. Y, casi al final del viaje, al otro extremo del Bósforo, el Mar Negro, el Ponto Euxino, el Karadeniz vislumbrado desde tan cerca como las restricciones militares imperantes permiten llegar.  Pero no adelantemos acontecimientos.
 La llegada a Estambul no pudo producirse en mejor momento. Primero se habían esfumado las multitudes que la habían visitado en Semana Santa, pero sobre todo porque los tulipanes estaban en plena floración y llenaban con sus infinitos colores todos los rincones de la ciudad.



  Estaba tan emocionada que la parada en el hotel fue muy breve. Quería acercarme a Santa Sofía, antes de que anocheciera y antes de ir a cenar, para lo que tuvimos una enorme suerte porque recalamos sin saberlo en un típico restaurante (con música incluida) en el que saboreamos los sabores y los olores de la cocina turca. Por cierto tengo que decir que los desayunos con toda clase de verduras, aceitunas, yogur y kéfir, contribuían en gran medida a la vitalidad y el entusiasmo que me acompañaban todo el día. Por no hablar del ayran, bebida no alcohólica que me encantó.
 Pero no quiero demorarme más en transmitir la enorme emoción, que sentí cuando en el paseo tras la cena, llegamos a Sultanahmet Meydani rebosante de tulipanes y de paseantes,


y donde, situada en medio de aquella maravillosa plaza, podía admirar en un extremo, y en todo su esplendor, Santa Sofía (la de la historia y la de la literatura) y en el otro la Mezquita Azul, ambas mágicamente iluminadas por las últimas luces de la tarde. Fue un momento inolvidable. Un sueño cumplido, porque siempre había pensado que Estambul al igual que Venecia, son ciudades únicas que hay que visitar…
 Y allí estaba yo . En el lugar que la expedición encabezada por el legendario Bizas, eligió para fundar en el 627 a.C una colonia, Bizancio, que pronto se convertiría en una de las polis más importantes de la antigüedad.
 Moneda  de la época de Marco Aurelio con la imagen idealizada de Bizas  
 En la ciudad que conquistaron los romanos en el 64 a.C. a la que llamaron Bizantium y que sería asolada y luego reconstruida en el siglo II por Septimio Severo que la dotó del Hipódromo, que sus sucesores ampliaron hasta convertirlo en el corazón de la urbe.


Grabado de Onofrio Panvinio de las ruinas del Hipódromo en el siglo XVI.  

 En la que sería con el tiempo la nueva capital del Imperio Romano, cuando Constantino, dueño exclusivo del poder, la convirtió en Constantinopla, y construyó el Gran Palacio en las proximidades del Hipódromo, residencia imperial hasta su abandono en el siglo XIII, y del que, con el paso del tiempo,  los emperadores bizantinos harían el centro de su hegemonía política, militar y económica, además de una residencia fastuosa para el basileus (emperador) y su corte. Los únicos restos que han quedado de aquel espléndido conjunto lo constituye un muro del Bucoleón Sarayi palacio de Bucoleón) entre los restos de antiguas murallas cercanas al mar.         


 Porque ocurrió que, tras la división del territorio imperial entre sus dos hijos que llevó a cabo Teodosio I en  el 395 y la posterior conquista del Imperio de Occidente por los pueblos germánicos, comenzó una nueva y espléndida etapa en el Imperio Oriental, apoyada en tres pilares fundamentales:  la cultura y la lengua griegas, el Derecho romano y el cristianismo. De este modo, como Imperio Bizantino perduró mil años convirtiéndose Constantinopla su capital, sobre todo a partir del reinado de Justiniano el Grande, en la ciudad más rica, más culta y más opulenta de la cristiandad. Encrucijada de rutas comerciales terrestres y marítimas, se llenó de suntuosos edificios, iglesias y palacios, protegidos todos por las imponentes murallas


que Teodosio II mandó construir en el siglo V… ¡Y yo estaba en el lugar donde aquellos acontecimientos se produjeron!
 Pero, la historia no se detiene y como nada dura siempre, a partir del siglo X las presiones de los pueblos vecinos de Europa y Asia sobre los territorios imperiales se hicieron más y más fuerte, sin olvidar que en el siglo XIII, una expedición de cruzados, que no llegó a Tierra Santa (no pudo y no quiso) se hizo con el poder (las relaciones con la Europa Occidental, sobre todo desde la separación de las Iglesias, siempre fueron muy problemáticas) y Constantinopla se vio reducida y empobrecida por las hordas de cristianos occidentales que distaban mucho de comprender el gusto y el refinamiento que encontraron a su llegada. Por fin, con la ayuda de los genoveses, avispados comerciantes que lograron establecerse en el barrio de Pera, (en la otra orilla del Cuerno de Oro, que hoy forma parte del populoso y cosmopolita barrio de Beyoglu. la ciudad volvió al Imperio Bizantino hacia 1261


 Sin embargo, el verdadero peligro estaba en las estepas asiáticas, en las fronteras de Anatolia, donde se hacían fuertes desde principios del siglo XIV los turcos otomanos de religión musulmana, que en algo más de sesenta años dejaron reducido Bizancio a su capital, rodeada por los territorios que habían ido sometiendo progresivamente, y a la que esperaban asestar el golpe final. Éste llegaría cuando, sin ayuda de los muy cristianos, pero muy interesados gobernantes occidentales, abandonada a su suerte y pese a sus inexpugnables murallas, fue conquistada por Memet II el 29 de mayo de 1453.

Imagen tomada de Internet.
 Comenzaba una nueve etapa para Constantinopla, que cambió su nombre por el de Estambul. Los sultanes otomanos, sobre todo Solimán el Mágnifico, la dotaron de espléndidas construcciones y la convirtieron en la capital de un nuevo imperio musulmán  cuyos territorios se extendieron por Asia, Europa y África.

Imagen tomada de Internet
 Y de nuevo el declive que comenzó lentamente a partir del siglo XVII. Los sultanes del XVIII intentaron reformas imposibles porque atentaban contra la esencia del sultanato, y ya en el XIX, las potencias europeas en plena expansión colonial, rivalizaron para arrebatar territorios al “hombre enfermo” apelativo que recibió el otrora poderoso Imperio Otomano. La derrota en la Gran Guerra (se alineó con Alemania y Austria) provocó la caída del sultán cuando el movimiento nacionalista de los Jóvenes Turcos se hizo con el poder y Mustafá Kemal, llamado Atatürk (Padre de los turcos) fijó las fronteras de la actual Turquía y modernizo al país a golpe de ley: estado laico, derechos políticos y sociales para las mujeres, sustitución del alfabeto árabe por el latino, obligatoriedad de escoger un apellido, adopción de la vestimenta occidental, prohibición del fez… y traslado de la capital del nuevo estado a Ankara, en el interior del país.
La Estambul de hoy,




que teníamos la oportunidad de recorrer, es una moderna ciudad que ha ido aumentando su población con la emigración procedente de todos los rincones de Anatolia. En sus calles y plazas conviven lo viejo y lo nuevo, los rasgos europeos y los asiáticos, en una mezcolanza muy del agrado de los turistas, pero que a mí me pareció que muchos de sus habitantes aún no habían asimilado del todo. No sé por qué tuve esa impresión, quizá por algo que no podía descifrar pero que percibía en su forma de mirar, cuando, con toda la amabilidad y toda la educación del mundo, se dirigen al visitante (no siempre con la intención de venderles algo). Tiempo después de aquel viaje leí Estambul Ciudad y recuerdos del escritor Orham Pamuk 


y tengo que confesar que me complació haber intuido (aunque por supuesto no supe definir ni explicar) lo que este autor expresa y describe de modo admirable en su maravilloso libro.