En el verano de 1997 hicimos un tour por Francia que nos llevó desde Aquitania hasta Alsacia recorriendo el Valle de la Loire, Champagne y el norte de Lorena.
Fue un viaje en el que descubrí preciosos paisajes y hermosas y monumentales ciudades que contaré en otra entrada, porque esta quiero dedicarla por completo a Verdún y todo lo que representa.
Tengo que confesar que aunque me emociono con facilidad en los viajes: un monumento, un cuadro o una escultura, un paisaje, una escena de la vida cotidiana, un contacto agradable con las gentes que encuentro en el camino, nunca, nunca, había sentido una tan intensa, triste y desesperanzada impresión, como la que me provocó Verdún, el recorrido hasta Douaumont y la visita al osario y a la necrópolis.
La necesidad de compartir esta entrada ha venido motivada porque, para realizar un pequeño trabajo, he tenido la necesidad de leer documentos y ver imágenes de la terrible experiencia que para Europa supuso la Guerra de 1914, la Gran Guerra, que a partir de 1939 empezaríamos a llamar Primera Guerra Mundial (otra, más terrible y mortífera aún, sería la Segunda). No era consciente del recuerdo tan vivo que había dejado en mí el paso por ese lugar hace ya casi veinte años.
La ciudad de Verdún ocupó un lugar en la historia
más de mil años antes de que se produjera la batalla por la que es conocida. Fue el lugar elegido en agosto del 843 por los nietos de Carlomagno: Lotario, Luis el Gemánico y Carlos el Calvo para repartirse el poder y el territorio imperial. No lo sabían pero estaban configurando las dos naciones, Francia y Alemania, que desde principios de 1916 habrían de llenar de sufrimiento y sangre las orillas del río Meuse.
Lo que me sacudió el ánimo fue la contemplación de la placa que hay en el suelo delante de la fachada.
Pensé que había habido que esperar hasta mediados del siglo XX, para que De Gaulle y Adenauer, constataran ante la catedral que Francia y Alemania se reconciliaban después de las masacres de las dos grandes guerras.
Esta fue nuestra primera visita a Reims, y hay que decir que, una vez superado este primer el impacto, la disfrutamos mucho. No podía imaginar lo que nos aguardaba
A la mañana siguiente tomamos el camino hacia Verdún, cuya estratégica situación fronteriza, en la región de Lorena,
ha contribuido a que, además de poseer una extraordinaria arquitectura militar, fuera objeto de ataques y contraataques a lo largo siglos de guerra, aunque el nombre de la ciudad haya quedado y quedará indefectiblemente asociada a una de las mayores batallas, ¿o quizá sería mejor decir a una de las mayores masacres? de la Gran Guerra.
En las primeras semanas de 1916, el jefe del Estado Mayor alemán, el general Falkenhayn, proyectó una ofensiva y el lugar elegido fue el que ocupaba la ciudad, defendida por el ejército francés del general Nivelle. El fuerte de Daumont, principal avance de las defensas francesas cayó a los pocos días de iniciado el ataque.
Aunque los alemanes dieron por segura la victoria, los franceses no estaban dispuestos a rendirse, por ello el general Pétain, que acudió para reforzar la posición, recibió la orden de resistir a toda costa. Para el mes de junio, y después de intensos combates, los alemanes habían perdido la iniciativa y Verdún, que se había convertido en un mito nacional, era un verdadero infierno de barro, de fuego, de muerte. Cuando a finales de junio los alemanes detuvieron su avance se sucedieron ataques y contraataques que duraron todo el verano. Valga de ejemplo el pueblo de Thiaumont que cambió dieciséis veces de manos.
En octubre Pétain contraatacó y en diciembre, después de 377.000 bajas francesas y 335.000 alemanas, las posiciones eran prácticamente las mismas que al comienzo de la batalla.
¿Qué quedaba de todo aquel trágico y perverso absurdo el 9 de agosto de 1997? Campos de cruces blancas que flanqueaban a trechos la carretera que nos llevaba a Fleury-devant-Douamont; un paisaje que la naturaleza piadosa había cubierto de vegetación como queriendo poner un manto de consuelo sobre el horadado suelo donde se habían cavado las trincheras, donde habían estallado las bombas, donde habían caído los hombres.
El pueblo de Fleury-devant-Douamont fue destruido en la batalla, como atestigua la placa, pero
en 1918 fue declarado pueblo "Mort pour la France". En la actualidad, aunque sólo sea un lugar en el recuerdo, conserva su personalidad jurídica y es sede del Memorial.
Porte Chaussée. siglo XIV |
Nos dirigíamos a Verdún después de una rápida visita a Meaux y Epernay, pasando primero por Reims. ¡Era tan hermoso el paisaje de los viñedos de Champagne que contemplamos en el viaje! Luego la vista desde un pequeño promontorio donde, en una de esas estupendas zonas de descanso que jalonan todas las carreteras francesas, bajo un enorme manzano que daba sombra a un viejo merendero, nos paramos a comer. Yo me sentía feliz.
Por la tarde en Reims un tranquilo paseo por el centro de la ciudad. El encuentro con la catedral me dejo sobrecogida, no sólo por ser la maravilla que siempre había sabido que era y que contemplaba por primera vez en todo su esplendor interior y exterior.
Pensé que había habido que esperar hasta mediados del siglo XX, para que De Gaulle y Adenauer, constataran ante la catedral que Francia y Alemania se reconciliaban después de las masacres de las dos grandes guerras.
Esta fue nuestra primera visita a Reims, y hay que decir que, una vez superado este primer el impacto, la disfrutamos mucho. No podía imaginar lo que nos aguardaba
A la mañana siguiente tomamos el camino hacia Verdún, cuya estratégica situación fronteriza, en la región de Lorena,
ha contribuido a que, además de poseer una extraordinaria arquitectura militar, fuera objeto de ataques y contraataques a lo largo siglos de guerra, aunque el nombre de la ciudad haya quedado y quedará indefectiblemente asociada a una de las mayores batallas, ¿o quizá sería mejor decir a una de las mayores masacres? de la Gran Guerra.
Vista aérea del Fuerte Daumont |
En octubre Pétain contraatacó y en diciembre, después de 377.000 bajas francesas y 335.000 alemanas, las posiciones eran prácticamente las mismas que al comienzo de la batalla.
¿Qué quedaba de todo aquel trágico y perverso absurdo el 9 de agosto de 1997? Campos de cruces blancas que flanqueaban a trechos la carretera que nos llevaba a Fleury-devant-Douamont; un paisaje que la naturaleza piadosa había cubierto de vegetación como queriendo poner un manto de consuelo sobre el horadado suelo donde se habían cavado las trincheras, donde habían estallado las bombas, donde habían caído los hombres.
El pueblo de Fleury-devant-Douamont fue destruido en la batalla, como atestigua la placa, pero
Imagen tomada de Internet |
¡Qué lejos estaba en esa mañana la sensación de felicidad que me había invadido sólo veinticuatro horas antes! No había lugar más que para la tristeza cuando comenzamos un recorrido, que iba sobrecogiendo mi ánimo, al tiempo que nos acercaba al impresionante edificio que es el Osario de Douamont.
Se levanta sobre una colina con una longitud de 130 metros, estructurado en dos alas laterales por una torre-linterna de 46 metros de altura, la llamada Torre de los Muertos. En ella se encienden cuatro luces y en ella una gran campana con su triste tañido sirve de recordatorio del horror de la guerra.
Este impresionante mausoleo fue una iniciativa del obispo de Verdún, Charles Ginisty y se inauguró en 1932, aunque no fue hasta 1985, cuando ante él, François Mitterand y Helmunt Kohl, sellaran la amistad franco-alemana con un apretón de mano y una placa conmemorativa.
El silencio que reina en el exterior se hace casi palpable cuando accedes al interior. Una atmósfera sobrecogedora se expande por el espacio cuyas paredes contienen dieciocho celdas con dos tumbas cada una que, unidas a las cinco de los ábsides, suman en total cuarenta y séis. Acogen los restos de 130.000 soldados alemanes y franceses que quedaron destrozados en el transcurso de la horrible matanza.
Tengo que confesar que la impresión que me causó entrar en el osario no me permitió prestar demasiada atención a los escudos, esculturas, lápidas y otros elementos conmemorativos que contiene, y mucho menos hacer fotografías, algo que casi me parecía una frivolidad.
Pero si sentí como algo real y dolorosamente próximo la colección imágenes estereoscópicas situadas en los rellanos de la escalera de ascenso a la torre. Eran fotografías en sepia. Poseían el tremendo realismo de las imágenes cuando carecen de colorido, a lo que había que añadir el efecto de la tercera dimensión. Sentía los ojos de aquellos hombres que por un momento detenían su vida en las trincheras para mirarnos y transmitirnos la terrible situación en que se encontraban. Los sentía vivos y presentes.
Coronada la torre, el panorama que se despliega a la vista es conmovedor: un campo de cruces blancas que cobijan las tumbas de 16.142 soldados de nacionalidad francesa y alemana. Entre ellas también se encuentran los enterramientos de soldados judíos y musulmanes. Su triste suerte los igualó.
Tengo que insistir en la sensación de profunda pena que toda aquella visita me producía. Nos acercamos al cementerio y pudimos leer nombres y edades. Una generación perdida.
Pero si ello era posible, lo más escalofriante aún no lo habíamos visto. Ya he mencionado el profundo silencio y la atmósfera de recogimiento que envuelven el lugar, tan alejados de la algarabía (en Francia siempre relativa) de otros lugares, llenos de indicaciones, tiendas de souvenirs, restaurantes, de los que los propios franceses son los primeros visitantes.
Y esto era así hasta el punto que la indicación Toilettes no aparecía por ningún lado, lo que nos obligó a buscar. Y en esa búsqueda, por casualidad dirigí la mirada hacia las ventanas de cristal que se abren al exterior a lo largo de los muros casi al nivel del suelo. Me quedé conmocionada ante lo que allí había. No lo sabía ni lo podía imaginar: cientos de miles de huesos, algunos reconocibles, otros apenas fragmentos, se apilaban y se ofrecían a la vista. Eran los restos de aquellos que quedaron destrozados cruelmente, irreconocibles, que compartían así una fraternidad que les fue negada por la sinrazón de la guerra.
Jamás olvidaré aquella visión, ni la angustia que me producía, que no hizo más que aumentar la que me acompañó en todo momento desde que llegué a Douamont: Veinte años después de aquella locura que fue la Gran Guerra, de nuevo la desolación y la muerte, esta vez multiplicada por mucho, se adueñaron de nuestra vieja, civilizada y querida Europa.
Tengo que confesar que la impresión que me causó entrar en el osario no me permitió prestar demasiada atención a los escudos, esculturas, lápidas y otros elementos conmemorativos que contiene, y mucho menos hacer fotografías, algo que casi me parecía una frivolidad.
Imagen tomada de Internet |
Coronada la torre, el panorama que se despliega a la vista es conmovedor: un campo de cruces blancas que cobijan las tumbas de 16.142 soldados de nacionalidad francesa y alemana. Entre ellas también se encuentran los enterramientos de soldados judíos y musulmanes. Su triste suerte los igualó.
Pero si ello era posible, lo más escalofriante aún no lo habíamos visto. Ya he mencionado el profundo silencio y la atmósfera de recogimiento que envuelven el lugar, tan alejados de la algarabía (en Francia siempre relativa) de otros lugares, llenos de indicaciones, tiendas de souvenirs, restaurantes, de los que los propios franceses son los primeros visitantes.
Y esto era así hasta el punto que la indicación Toilettes no aparecía por ningún lado, lo que nos obligó a buscar. Y en esa búsqueda, por casualidad dirigí la mirada hacia las ventanas de cristal que se abren al exterior a lo largo de los muros casi al nivel del suelo. Me quedé conmocionada ante lo que allí había. No lo sabía ni lo podía imaginar: cientos de miles de huesos, algunos reconocibles, otros apenas fragmentos, se apilaban y se ofrecían a la vista. Eran los restos de aquellos que quedaron destrozados cruelmente, irreconocibles, que compartían así una fraternidad que les fue negada por la sinrazón de la guerra.
Jamás olvidaré aquella visión, ni la angustia que me producía, que no hizo más que aumentar la que me acompañó en todo momento desde que llegué a Douamont: Veinte años después de aquella locura que fue la Gran Guerra, de nuevo la desolación y la muerte, esta vez multiplicada por mucho, se adueñaron de nuestra vieja, civilizada y querida Europa.