lunes, 6 de noviembre de 2017

Milano

 Milano. Lombardía

 Milán es una ciudad que necesitaría de mil estancias para conocerla.

Piazza de San Fedele
 Y además había una razón fundamental para repetir visita en julio de 2015, cuando recorríamos los lagos: en el viaje anterior NO fue posible contemplar el Cenacolo, en Santa María della Grazie, cosa que como podrá comprenderse me causó  un considerable disgusto.
 Con la experiencia adquirida (es imposible conseguir entradas ni aún solicitándolas con meses de antelación… no hay que indagar mucho para explicarse la cuestión como se verá), está vez concertamos la visita a través de una agencia. Fijada la fecha de la misma, dedicamos el día a recorrer desde las amplias y abarrotadas calles, 

  
 a los rincones más recoletos de la ciudad.



 En uno de esos recorridos me aguardaba una maravillosa sorpresa: casi sin darnos cuenta pasamos por delante de un magnífico edificio, ¡hay tantos! Resultó ser el antiguo Monasterio Maggiore, convertido en la actualidad en Museo Arqueológico, junto al que se levanta la iglesia de San Maurizio

Imagen tomada de Internet
 Una mirada a través de las puertas abiertas me bastó para quedar anonadada; otra al nombre de la calle lateral, Via Luini, para comprender el motivo: tanto el edificio como los frescos que recubren sus muros y bóvedas, son una maravillosa manifestación de Renacimiento en estado puro.



 Más tarde me informé que la iglesia fue construida a principios del siglo XVI, con una división en su única nave para separar a la hora del culto, a la comunidad de monjas benedictinas y a los fieles;


que la financiación corrió a cargo de Alessandro Bentivoglio, gobernador de Milán y de su esposa Ippolita Sforza; que encargaron la decoración del templo a Bernardino Luini, seguidor de Leonardo y muy apreciado por la aristocracia milanesa, aunque no sería este artista el único que trabajara en ella, pues hubo otros pintores, entre ellos sus hijos, que participaron en la decoración de las capillas laterales.


 Todo eso fue después, porque en el momento de acceder al interior lo que se desplegó ante mí fue un mundo de suaves colores,


de equilibradas formas, de delicados rostros, de hermosas expresiones.


 El frontal, donde aparecen en sendos lunetos, las figuras de los mecenas rodeados de santos y bajo los que están representadas las santas mártires con los símbolos de su martirio, es de una belleza tal, que resulta difícil, al menos en una primera visita, hacer caso a otras consideraciones distintas al disfrute de la misma.


 Cuando salimos de San Maurizio, y suele pasarme en ocasiones similares, me embargaba una especial satisfacción, la que me produce siempre la contemplación de una obra de arte, y es porque pienso que la creación artística es una de las capacidades más importantes de entre las que le fueron concedidas al hombre.  

  
 Y por fin  llegó la mañana de la esperada cita y nos encaminamos a Santa Maria della Grazie.



 La misma maravillosa impresión por la obra de
Bramante, que la descrita en mi entrada anterior dedicada a Milán (10 de junio de 2015), cuando estuve ante el edificio. 



 
El interior 
lo disfruté mejor en todos, bueno, en casi, (me rindo ante la visión de una obra italiana: es imposible abarcarla en su integridad) todos sus detalles,  aunque debo confesar que con cierta impaciencia pues no veía la hora de pasar al refectorio.


Soporté estoicamente una explicación en inglés del guía, mientras observaba unas láminas dónde aparecen representados los avatares del edificio a lo largo del tiempo. El grupo no era numeroso, unas quince o veinte personas que escuchaban atentamente, o lo parecía al menos. Yo, sin proponérmelo, quizás sólo llevada por la impaciencia (no soy tan estoica después de todo), me había ido colocando junto a las puertas, por lo qué cuando éstas se abrieron entré la primera



y, durante un breve instante de intensa emoción, estuve delante de los protagonistas de la escena sin ninguna presencia a mi alrededor, avanzando como si la pared no me detuviera y pudiera penetrar en la estancia en que la que se celebra la Cena. Después percibí que en un silencio auto impuesto, todos los presentes admiraban la obra de Leonardo


  Estuve toda la visita (el tiempo estipulado es corto, entra presto otro grupo) contemplando lo que tantas veces había visto reproducido y explicado a mis alumnos: composición,


y color,

y técnica.

 Pero mi impresión no dejaba lugar a ningún tipo de análidis: allí estaba yo admirando una de las más grandes obras creadas por un genio inigualable y confieso con un poco de vergüenza que mi emoción llegó hasta las lágrimas.


  Creo que salí la última y al darme la vuelta vi un magnífico fresco situado en la pared opuesta al Cenacolo.
 Apenas tuve tiempo de dirigirle una mirada apresurada, aunque su grandeza, y no me refiero sólo al tamaño, salta a la vista. Se trata de la Cruxificion del pintor milanés Donato Montorfano, una esplendida obra que brillaría con luz propia si estuviera situada lejos de tan imposible competencia.


 El resto de la visita a la ciudad fue una vuelta a los lugares ya conocidos y explicados en la entrada mencionada con anterioridad, aunque no faltaron nuevos descubrimientos. De este modo recorrimos los patios del Castello Sforzesco;


la basílica de Sant´Ambrogio donde volvimos a admirar su maravilloso púlpito;


 
la monumental Piazza de San Lorenzo y su espectacular columnata romana;


el
Duomo, que necesitaría una vida para ser apreciado en toda su magnificencia;



por supuesto la
Galeria Vittorio Enmanuele.


y el obligado paseo por el Quadrilátero de la moda.      
  Sin embargo esta vez, Milán me deparó el conocimiento de dos lugares inolvidables, aunque por muy diferentes causas.
  Primero fueron los Navigli, los canales construidos entre los siglos XII y XVI, para abrir la ciudad al mar y al lago de Como a través de los ríos Adda y Ticino.


 En la dilatada construcción en el tiempo, intervinieron los mejores ingenieros, poniendo también su talento al servicio de Ludovico el Moro y de la obra el mismo Leonardo, que ideó ¡cómo no!, un innovador sistema de presas y una ampliación que permitiera la navegación desde La Valtellina.  Aunque hayan perdido su valor como vía de transporte, no han perdido su atractivo


y en la actualidad el barrio que rodean se ha convertido en un animado lugar de ocio nocturno. Nosotros los visitamos a mediodía, disfrutando del gratificante discurrir de las aguas y del reflejo de las casas situadas en sus orillas.


  Después, un restaurante popular, popularísimo me aventuraría a decir, Pizzeria da Franco, situado en las inmediaciones de la  vía Padova. Habíamos quedado allí con una querida amiga italiana y comimos, en austeras mesas, con un escueto pero digno servicio, junto a milaneses que hacían un alto en su trabajo. Tampoco había muchas opciones a la hora de elegir menú, era simple y sencilla cocina casera. Me  encantó conocer esta cara de la ciudad, la de la gente corriente de un barrio popular,  alejada del lujo y del glamour asociado al nombre de Milano, y desde luego de los miles de turista. Resultó una experiencia estupenda.        

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