domingo, 2 de diciembre de 2018

La Batalla del Somme



 Uno de los acontecimientos de la historia contemporánea que más me han interesado siempre ha sido la Gran Guerra, la guerra que iba a poner fin a todas las guerras”. ¡Qué ingenuidad, qué torpeza, qué maldad forman parte de la condición humana!
 Además de desangrar a Europa, sus acuerdos post bélicos, llevaron al viejo continente, y con él al mundo entero, no sólo a un nuevo y espeluznante conflicto, también a una serie de guerras que han asolado muchos países a lo largo del siglo XX y que continúan su metódica producción de muerte y dolor a lo largo de los años transcurridos en el siglo XXI.
 Este mes de noviembre se conmemora el Armisticio y quiero contar (ya lo hice en otra entrada en relación con Verdún) las tristes impresiones que me produjo la  visita al escenario de la Batalla del Somme.     
 En la primavera del 2017 hacíamos un viaje por Normandía (otras impresiones bélicas que habré de contar). Y Amiens y el Valle del Somme, en Picardía, nos quedaba cerca (teniendo como referencia la distancia desde Sevilla, claro).
 Después de quedar nuevamente extasiada ante la catedral de Amiens, 


iniciamos una ruta a través de la D 919 que progresivamente nos fue llevando al escenario de la masacre.
 El paisaje


no tiene el atractivo de la Alta Normandía que llevábamos varios días recorriendo. Es plano y casi seguro, aburridamente productivo desde el punto de vista agrícola. Los pueblos que atravesamos con sus casas alineadas junto a la carretera, estaban desiertos,


algo que suele ocurrir en Francia, hasta el punto que a veces me he preguntado en broma dónde se meten los franceses. Pero aquel día de abril, no había lugar para la broma, pues todo contribuía a sobrecoger el ánimo. 
 Desde la carretera divisábamos pequeños cementerios


donde, bajo las ordenadas e impolutas cruces blancas, descansan los hombres, que procedentes de los diferentes territorios del Imperio Británico,vinieron a pelear y a morir a este rincón de Francia, en otra absurda carnicería.

Canadienses
Irlandeses
Neozelandeses y australianos (ANZAC) 
Indios
Todos lucharon  junto a los franceses, y muchos quedaron aquí para siempre.

Vista aérea del campo de batalla tomada por un globo británico. Imagen de Internet
 La Batalla del Somme se desarrolló entre julio y noviembre de 1916. Con el objetivo de distraer la presión que los alemanes hacían sobre Verdún se planeó un ataque a su ejército en un frente de cuarenta kilómetros al norte y sur del río Somme. Al final fue un enfrentamiento más mortífero que el de Verdún (un millón de bajas) y tan decisivo, o tan poco decisivo, como la mayoría de los acaecidos durante los tres primeros años de la contienda, si tenemos en cuenta que tampoco tuvo un claro vencedor.
 En casi todos los pueblos que cruzamos: Montigni-sur-l´Haulle, Contay, Warloy Baillon había un espacio de recuerdo a los caídos. Lo que no había (porque a pesar de las tristes sensaciones transcurría la mañana y bien sabemos que en la Francia rural se come a las doce o no se come) era un lugar donde parar. Siguiendo las indicaciones de dos obreros que trabajaban en la carretera llegamos a Bucquoi, donde por fin encontramos un restaurante: Café du Comerce.


 La comida fue agradable, y las personas que nos atendieron no dejaban de señalar el hecho de que eran muy pocos, poquísimos, los españoles que se veían por aquellas tierras. No es de extrañar. España se mantuvo al margen y es un hecho que la participación de mi país en una guerra contra un enemigo exterior se remonta a la invasión napoleónica de 1808. Desgraciadamente nuestros conflictos en los dos pasados siglos han sido guerras civiles.      
 Abandonamos la D 119 y en nuestra ruta por caminos secundarios en los que no vimos restos de la batalla (seguramente cubierta  la tierra con un compasivo manto vegetal) hasta Thiepval, hicimos un alto en Beaumont

 La misma impresión. La misma melancólica tristeza a la que contribuía el color del día, pues un tímido sol no era suficiente para cambiar el gris dominante.

  Antes de llegar al gran Memorial, nos detuvimos en la Ulster Tower, erigida en memoria de la 36ª División de Irlanda del Norte, que tuvo un papel muy destacado durante los largos meses de la batalla.

  
 Del museo sólo vimos la entrada, no hacía falta más. Allí en un gran panel aparecen los rostros de algunos de los más de 72.300 británicos desaparecidos en el Somme,


pues este impresionante Memorial está dedicado a aquellos cuyos cuerpos desaparecieron haciendo imposible que al menos una tumba los cobijara.
 Después nos acercamos al gran monumento construido entre 1928 y 1932 ¡Tan sólo siete años transcurrieron desde su inauguración al inicio de otra tragedia mayor!


  El gran arco central de cuarenta y tres metros de altura  y los dieciséis pilares que sustentan los arcos laterales 


están construidos en ladrillo y piedra blanca sobre la que están grabados los nombres en una lista sobrecogedora y que se antoja infinita.


 A los pies del monumento, el Cementerio con las tumbas de aquellos, que aunque desconocidos, pudieron ser enterrados. La vista se desliza sobre las lápidas blancas de los británicos y las cruces de los franceses hasta la Cruz del Sacrificio


 y más allá, hacia los campos y el horizonte.
Al mismo tiempo que nosotros, visitaba el Memorial un grupo de estudiantes belgas que ponían, sino una nota de alegría (eran conscientes de lo que representa el lugar), al menos de color con el rojo de sus uniformes. Un chico, encantado de poder hablar español, estuvo con nosotros todo el tiempo. Era esperanzador su rechazo a lo que había sucedido en Europa en el siglo XX. Me gustaría compartir su esperanza en un futuro mejor.



jueves, 25 de octubre de 2018

Cerca del techo de Europa


Cerca del techo de Europa.



 La mayor parte de mi infancia transcurrió cerca de la Sierra de Grazalema y llevar muchos años viviendo en el Valle del Guadalquivir, no ha hecho más que aumentar el deseo que siempre tengo de ver montañas. Me fascinan. Cuando las contemplo me viene a la cabeza el cataclismo que en la corteza de la Tierra, debieron desencadenar las fuerzas que movieron las placas tectónicas para que se formaran esos bellísimos monstruos que se levantan soberbios ante nuestros ojos para que tomemos conciencia de nuestra pequeñez. Ni la imaginación más desatada puede siquiera acercarse a lo que debió ser semejante espectáculo.
 Y aquel día de mediados de julio iba a tener la oportunidad de acercarme a contemplar de cerca el Mont Blanc, el techo de Europa. Era emocionante.   
 La A5

se abre paso como una ancha línea de asfalto entre las montañas a cuyas faldas se sitúan los pueblos del norte del Piamonte y del Valle de Aosta y disfrutando de tan hermoso panorama, al radiante sol de la mañana de verano, empezamos a vislumbrar en la lejanía el pico, porque de verdad se trata de un pico, del gran gigante.


Ya no dejaríamos de verlo hasta llegar a las inmediaciones del túnel donde hicimos una parada para contemplar la majestuosa visión que se presentaba ante nosotros.  Después una pequeña cola para pagar el peaje pronunciando un vibrante y sonoro “andata e ritorno” (No me canso de escuchar hablar italiano me parece una lengua maravillosa). 


 La espera fue de todo menos paciente, pues a la emoción de encontrarme en uno de los lugares de mis lecciones de geografía, se unía la inquietud, o más exactamente, el miedo que me provocaba pensar que durante 11,6 kilómetros iba a tener sobre mi cabeza una mole de piedra e hielo de más de 4810 metros de altura. No quería ponerme histérica pero pensaba que me faltaba el aire. Con más voluntad que resultado, logré controlarme. 


   Cuando llegó el momento y penetramos en las profundidades percibimos como todo se regulaba con una seguridad extrema  para que nunca más se repita el lamentable accidente que se produjo en 1999. Entre la entrada de un vehículo y el siguiente transcurre un periodo de tiempo que evita la acumulación en el interior. Y debo decir que, si no pensaba demasiado en donde estaba metida, disfruté el trayecto: tan aséptico, tan controlado, tan exigente en cuanto a normas de circulación… Por no mencionar la extraordinaria obra de ingeniería que fue su construcción primera, concluida a mediados de los 60 del siglo pasado y la remodelación después del accidente. 



 No estuvo mal,  pero me alegré cuando de nuevo me encontré al aire libre, en suelo francés y en la otra cara del Mont Blanc.


 Fue una impresión que me dejo sin palabras la de tener ante mí el glaciar blanco, azul, gris, suspendido en la falda de la alta cumbre. Es increíble la poderosa belleza  de la Naturaleza. Yo que tanto amo el arte, me rindo ante una artista capaz de crear las más hermosas obras jamás soñadas por un ser humano.


         
Comimos con la visión del Mont Blanc en un idílico lugar donde lo mejor era el panorama que se divisaba desde la ventana


 
Después un paseo por Chamonix. Tantas referencias, tantas películas...


 Desde luego es innegables que se trata de una hermosa ciudad por su situación, por su historia
Priorato de Chamonix. Grabado de Jean Antoine Links. Siglo XVIII
y por algunos de sus edificios, aunque la experiencia no fue para mí demasiado afortunada: Hacía muchísimo calor y todo estaba a rebozar de turistas y compradores.

    
Volvimos sobre nuestros pasos por el Valle de Aosta, disfrutando del paisaje y en dirección a otra ciudad, la que da nombre a la región


y esa si me causó una maravillosa impresión.   

jueves, 11 de enero de 2018

Turín

Turín
 Decir que Turín es una gran ciudad resulta una obviedad. Decir que en una corta, cortísima visita es imposible conocerla apenas, es una evidencia. Pues bien esas fueron mis primeras impresiones de la capital de Piamonte. No serían las únicas.


 Turín, hoy capital de la región piamontesa y antaño de un pequeño reino, el de Saboya, que nunca se sintió como tal, se codeó con los grandes y se convirtió en la cuna de Italia, evocaba en mi imaginario el genio político de Cavour; el talento del siciliano Juvarra que dejó en ella su poderosa impronta arquitectónica y en mi opinión, escenográfica; la sensibilidad doliente de Natalia Ginsburg transmitida de una forma tan emocionante en su Léxico familiar; también a la Juventus ¿por qué no? y desde luego, su industria automovilística.
  Para llegar a Turín tuvimos que bajar los montes que rodean Camburzano en dirección al Valle de Aosta, al otro lado del cual se levanta la barrera infranqueable de los Alpes, con la blanca y majestuosa silueta del Mont Blanc.



 Lo primero que visitamos, antes de entrar en la ciudad, fue Stupinigi. Una gran avenida en cuyos laterales se levantan las caballerizas y otras dependencias destinadas al servicio, conduce al impresionante palacio de Filippo Juvarra.


 Concebido como pabellón de caza, Palazzina di Caccia, en las primeras décadas del siglo XVIII para el rey Vittorio Amadeo II, es una deslumbrante muestra del estilo rococó creado para el deleite del rey y su corte.





 Ante palacios semejantes (y se encuentran muchos en Europa), experimento sentimientos encontrados pues, reconociendo su belleza formal, el talento de sus creadores, en definitiva las obras de arte que son en sí mismos, no puedo dejar de pensar en la vida llena de privaciones y miserias que soportaba la inmensa mayoría de la población de un siglo llamado de las Luces (pero en el que encontramos demasiadas sombras), para que fueran posible, para que las disfrutaran los poderosos y aún después, con el paso del tiempo, todos los que nos acercamos a visitarlos. De todos modos tengo que confesar que no me supone una gran frustración, salvo excepciones, no recorrer sus interiores, como sucedió en este caso.
 Un paseo por el exterior, contemplando el edificio desde diverso ángulos 



y admirando el complejo diseño de su planta: los cuerpos laterales que se abren como alas, el maravilloso trabajo de las rejas que lo rodean,

   
las elegantes formas del cuerpo central rematado por una hermosa cúpula donde se asienta la silueta de un venado para que no olvidemos que era “sólo” un pabellón de caza


 Una larguísima avenida discurre desde Stupinigi hasta las afueras de Turín, inmensa ciudad con un perfecto diseño ortogonal en el que las calles se cortan a escuadra y cartabón, en la que se abren hermosas plazas,


todo flanqueado de majestuosos edificios barrocos (¡Cuánto debe esta ciudad a Juvarra!). Y como telón de fondo la barrera alpina y por si algo faltara una cinta de agua la rodea y la completa: el río Po 



 Nos faltó tiempo, mucho, para poder conocerla, aunque no para disfrutarla. Recorrimos su espectacular (no se me ocurre otro calificativo) Via Roma donde los soportales sostenidos por magníficas columnas son dignos de un palacio... 


y algo de lujo palaciego tienen las tiendas y galerías que abren sus puertas a semejante espacio.


 Me gustó el Duomo, quizá el único edificio renacentista de la ciudad, y el campanile medieval que coronó con maestría Filippo Juvarra en 1720.


 No accedimos al interior y tampoco a la capilla del Santo Sudario, cuya cúpula obra de Guarini  estaba cubierta  y en proceso de restauración.


 Es admirable la belleza de las impresionantes fachadas de los palacios que Juvarra construyó para la familia reinante de los Saboya que flanquean la Piazza Reale 

Palazzo Reale
y la Piazza del Castello

Palazzo Madama

donde se levantan, como elementos extraños al suntuoso barroco, las torres del viejo castillo




y algo más alejados los orgullosos restos de la  Iulia Augusta Taurinorum 



 Maravillosa la fachada de ladrillos del Palazzo Carignano, obra maestra de Guarino Guarini, que gracias al dinamismo de sus curvas y contracurvas es uno de los más bellos edificios del barroco italiano. 




 Por el Giardine Reale nos acercamos a la Mole Antonelliana y debo confesar que no encuentro palabras (y esta  expresión mía puede ser entendida en dos sentidos diferentes y contrapuestos). Quizá pudiera aplicársele el comentario que hizo en su día un contemporáneo en referencia a la Torre Eiffel: Es algo inútil pero ofrece una buena panorámica”. Desde luego carezco de elementos de juicio para suscribir esta afirmación, pues no accedimos al interior de este enorme edificio ideado por Alesandro Antonelli y que ha tenido diferentes usos desde su construcción en el siglo XIX. 



 Transitar por las calles de Turín es una maravillosa experiencia, los elegantes edificios te salen al paso (¡qué pena no poder entrar al Museo Egipcio¡) y puedes llevarte alguna que otra sorpresa, como me ocurrió cuando contemplé la más inusitada, pero hermosa, fábrica de vermut que nunca pudiera imaginar. 


 Subir a la Colina de los Trinitarios nos permitió contemplar la ciudad a nuestros pies; la Superga en la colina opuesta, quizá la mejor obra de Juvarra que tampoco pude ver en esta corta visita; 


el entramado de los magníficos edificios; las omnipresentes cumbres de los Alpes. 




 Cuando nos detuvimos a comer, dimos con un restaurante que se abría a los soportales de una calle, no de las más elegantes precisamente. Sin embargo en su interior contemplé un cuadro vivo que me pareció el símbolo de Italia representado en los colores de su bandera y en la amable cordialidad de sus habitantes. Creo que sobran las palabras ante la imagen. 


 Y he dejado para el final la que fue la mejor experiencia de todas las vividas en esta breve visita turinesa. En la Piazza Reale, de forma inesperada entablamos conversación con unas personas maravillosas que resulta que aman España y sobre todo Sevilla, tanto como nosotros amamos Italia. La comunicación fue sencilla, cordial, divertida. La relación continúa (¡bendito Internet!) y hemos tenido la suerte de verlos en Sevilla, cuando en compañía de unos encantadores amigos vinieron en septiembre. 


 Es agradable pensar que tenemos gentes a las que queremos en Bolzano, y fue estupendo haber oído por mi cumpleaños, el más emocionante “Cumpleaños feliz“ interpretado por la pura y cristalina voz del extraordinario cantante que ha resultado ser nuestro amigo italiano y que descubrimos gracias, ¡cómo no! a Internet.
Esas son también las sorpresas impagables que te reservan los viajes.