viernes, 9 de diciembre de 2016

Viaje en Navidad

Viaje en Navidad.

Ha pasado algún tiempo desde la publicación de la última entrada sobre Estambul. He tenido un trabajo que me ha mantenido muy ocupada y que ha estado relacionado con la figura de Miguel de Cervantes (1547-1616) en el cuatrocientos aniversario de su muerte. A todos mis lectores (a los que ciertamente agradezco que sigan este blog) que no estén demasiado familiarizados con su figura y con su obra, les recomiendo encarecidamente que se acerquen a ambas, pues, además de ser uno de los mejores escritores de todos los tiempos, tuvo una extraordinaria y apasionante vida que merece la pena ser conocida por todos los hablantes de lengua castellana y por todos los que  la comprenden, como demuestra el hecho de leer estas notas mías sin traducción automática.    

Nunca viajamos en Navidad. Demasiados niños, demasiada familia y amigos con los que nos gusta compartir estos días, que, a pesar de todo lo que se dice por ahí, tienen un encanto especial.



No obstante un año hicimos una excepción. Decidimos pasar el Año Nuevo en Alsacia, en Huttenheim, el pequeño pueblo cercano a Estrasburgo donde vive una de mis primas francesas. Hay que tener en cuenta que en España las Navidades (y las vacaciones) se prolongan hasta el 6 de enero con la llegada de los Reyes Magos y me atrevo a decir que la víspera, con pequeñas y grandes cabalgatas desfilando por todos los pueblos y ciudades, y el mismo día 6 con la felicidad reflejada en la cara de nuestros niños, constituyen la más pura esencia de estas fiestas en nuestro país.   

La decisión fue poco meditada, más bien un impulso que nos llevó a tomar un avión desde Sevilla a las 13:00 horas del día 31 de diciembre de 2002.
Nuestro destino era Basilea, o Friburgo, o Mulhouse,

Imagen tomada de Internet
pues a las tres ciudades, y a los tres países (Suiza, Alemania y Francia), presta servicio este aeropuerto verdaderamente internacional donde los haya. foto
Volamos en la compañía Swissair, que volaba desde Sevilla (en lo que debieron ser sus últimas operaciones antes de su desaparición), en dirección a Ginebra. El avión era cómodo y agradable ¡y lo dice alguien como yo! Ya he puesto de manifiesto en otras ocasiones mi  fobia a volar.  
En fin… El día era claro y soleado y disfrutamos de hermosas panorámicas sobre los Pirineos

Imágenes tomadas de Internet
y los Alpes

cubiertos de nieve. Sobrevolar Ginebra y el lago Lemans fue también un maravilloso espectáculo. La extensa ciudad entre bosques, los jardines, las magníficas y lujosas villas situadas en las orillas del lago parecían estar al alcance de la mano.

Imagen tomada de Internet
El aeropuerto de Ginebra me pareció el culmen del glamour.

Imagen tomada de Internet
Apenas había viajeros y lo peor fue que durante las tres horas que tuvimos que esperar no pudimos disfrutar de la vista (imposible de la compra por razones obvias) de los maravillosos artículos exhibidos en las  tiendas de las más prestigiosas e inaccesibles marcas del mercado del lujo.
Casi de noche, no más de seis pasajeros embarcamos con destino a Basilea  en uno de los aviones más pequeños que he visto. Al pasar el arco de seguridad saltó la alarma. Una correcta y educada agente que hablaba un perfecto castellano, se me acercó y yo me despojé de todo lo que pudiera provocar el desagradable pitido. Aún así, éste persistía a mi paso. Me miró y me dijo que podían ser los zapatos, que me descalzara. A mi comentario de que en Sevilla había pasado sin problemas me contesto muy circunspecta: “Es que esto es Suiza”. Efectivamente, era Suiza, como comprobamos más tarde en el corto vuelo, que duró lo mismo que la estupenda chocolatina acompañada de una esponjosa, suave y perfumada servilleta de papel, con las que nos obsequiaron. Y este ha sido hasta el día de hoy mi única incursión el país helvético.

Recorrimos la distancia entre Mulhouse e Huttenheim por una autopista casi vacía rodeados de una oscuridad que me privó de la emoción que siempre me produce el viaje por la Plaine d´Alsace. 
En casa de mi prima nos esperaban unos agradables amigos y una estupenda cena. A las doce de la noche dimos la bienvenida al nuevo año sin uvas, con cohetes y con un intensísimo frío bajo un cielo despejado que para mi disgusto no auguraba nieve.

La mañana del primer día del año 2003, la dedicamos a pasear por Estrasburgo. Tomamos un tranvía


que nos llevo al centro histórico para contemplar la decoración navideña en torno a la catedral.


Del famoso mercadillo apenas quedaban algunos desangelados puestos, pero había animación en las calles aunque hacía mucho frío. Nuestros inviernos aquí en Sevilla la mayor parte de los años resultan “primaverales” y siempre me sorprendo cuando en los viajes siento bajar la temperatura a esos niveles. Supongo que a un centroeuropeo le pasará lo mismo cuando en verano la sienta elevarse a más de 40º.
De la maravillosa catedral de piedra rosada de Notre-Dame, cuya visión no deja nunca de asombrarme, del hermoso trazado urbano rodeado del río Ill y sus canales, de la Petite France, de las torres vigías del Pont Couverts, del trayecto en barco contemplando los diferentes edificios de las instituciones europeas, hablaré en otras ocasiones, pues ese día el objetivo era el tranquilo recorrido de un relajado día de fiesta. Y para entrar en calor, en casa nos esperaba un contundente choucruette.       
Con ocasión de este viaje también visitamos Friburgo de cuya estancia ya di cuenta en la entrada publicada el 7 de septiembre de 2015, una de las correspondientes a Alemania.

Bien abrigados dedicamos el tiempo a pasear por Huttenhei y Benfeld (hacia demasiado frío para hacer fotos) ante la atónita mirada de sus habitantes, que por la experiencia que tengo de este país, no son, sobre todo en los pueblos, demasiado aficionados a los paseos sin más… ni siquiera en verano. Siempre he visto muy poca gente en las calles.
Una de las mañanas amaneció azul, limpia y heladora, pero nos decidimos a una pequeña excursión. Fuimos a Obernai


que es a mi parecer una ciudad tan bonita, que siempre que la visito me siento dentro de la ilustración de un cuento. Recorrimos las calles cuyas casas entramadas estaban bellamente decoradas  .



y llegamos hasta las inmediaciones de la iglesia neogótica de St-Pierre et St. Paul


Animados porque, aunque la mañana se nublaba, aún nos podíamos permitir algún osadía, subimos al Mont Ste-Odile, atravesando viñedos que en verano lucen todo su esplendor, pero que en esos momentos aparecían con la severa dignidad de ancianos enjutos en espera de la primavera para reverdecer.
Subir los 736 metros del Mont Ste-Odile

Imagen no tomada el día de esta subida.
en la cordillera de los Vosgos, supuso transitar por una carretera de montaña flanqueada por altos abetos, y como el tiempo empeoraba por momento, tengo que decir que la travesía no resultaba demasiado tranquilizadora. En la cumbre se encuentra el monasterio.


Reconstruido en varias ocasiones, tiene su origen, según la tradición, en una fundación del siglo VII, debida a Odilia de Alsacia, hija de los duques merovingios y patrona de la región. La hermosa panorámica que ofrece el lugar, pues la vista alcanza toda la llanura alsaciana hasta la Selva Negra, se veía muy reducida por las condiciones meteorológicas. También el edificio estaba cerrado, pero, a pesar de todo, valió la pena el paseo. A los que vivimos en el sur del sur de Europa, nos resultan estas experiencias nuevas y vigorizantes, sobre todo si al volver a casa espera una buena calefacción y un thé et gâteau.  


Otra experiencia inolvidable fue el almuerzo en el precioso pueblecito de Osthouse, en un restaurante tradicional


decorado con un espectacular árbol de navidad. La comida espléndida y a la vuelta por fin la ansiada nieve. Poco a poco la llanura se fue cubriendo de blanco



y no resistí la tentación de salir a la calle para que los suaves copos me rodearan por un momento. La nieve es tan insólita en Sevilla… La última nevada que se recuerda tuvo lugar el 2 de febrero de 1954.       
A la mañana siguiente un largo paseo por el campo, aunque la nieve no era muy abundante el paisaje se extendía blanco ante nosotros y el frío pareció disminuir su intensidad. 
Y de este modo llegó el 6 de enero, momento de regresar a casa para compartir los regalos con la familia en la tarde del día de Reyes. Antes de viajar al aeropuerto de Basilea desayunamos el tradicional galette de rois.


En España y para la merienda, nos aguardaba el roscón de reyes.



Fue una estupenda experiencia.


domingo, 28 de agosto de 2016

Estambul IX

Y Estambul IX. Gálata y Beyoglu. Fin del viaje

 El  Haliç o Cuerno de Oro es un valle fluvial inundado cuyas aguas discurren hacia el Bósforo.


 Desde siempre constituyó un puerto natural que ya en el siglo VII a.C. atrajo a los primeros pobladores a sus orillas. Para Constantinopla fue el factor decisivo de su desarrollo comercial y cuenta la leyenda que su nombre deriva de los destellos dorados que en sus aguas provocaron los inmensos tesoros que arrojaron los bizantinos para que no cayeran en manos turcas tras la conquista. Hoy los grandes cargueros se quedan en los puertos del Mar de Mármara.
 Durante los días que estuvimos en Estambul, el Cuerno de Oro fue un lugar que frecuentamos, porque en el puente que franquea su entrada, el Galata Korprusu,



comenzaban y terminaban muchos de nuestros paseos. Me encantaba observar a los pescadores de caña lanzando el anzuelo a sus aguas por encima de los restaurantes que se abren en su primer nivel, donde cenamos en alguna ocasión y puedo asegurar que espléndidamente; a las pequeñas barcas, cuyo incesante balanceo no impedía a sus ocupantes ofrecer a los viandantes, a cualquier hora del día, bocadillos de pescado recién capturado y cocinado; a los transbordadores que en un incesante ir y venir, no dejan de traer y llevar pasajeros... Y a todo esto habría que sumar la belleza del espectáculo que desde sus orillas ofrece la ciudad en todo momento.




 En una de nuestras, últimas excursiones cruzamos el puente para dirigirnos a los barrios más antiguos de la orilla norte del Cuerno de Oro.

Pera y Gálata en 1860
 El tiempo, que discurría más aprisa de lo que yo hubiera querido, limitó nuestra visita a Beyoglu, conocido  como Pera, (“más allá” en griego) hasta la fundación de la República. Incluye este distrito a Gálata, el viejo barrio de los genoveses, porque, si bien desde el siglo XI se habían establecido en Bizancio representaciones comerciales procedentes de los estados italianos, principalmente de Venecia y de Génova, cuando los venecianos, principales componentes de la Cuarta Cruzada, tomaron y saquearon Constantinopla,

Conquista de Constantinopla. Detalle. Palazzo Ducale de Venecia. Tintoretto 1580 
los genoveses se vieron obligados a salir de la ciudad y a establecerse en esta orilla del Cuerno de Oro. En virtud de un acuerdo firmado en 1261, obtuvieron importantes concesiones comerciales e incluso llegaron a constituir una ciudad independiente bajo la tutela de la República Genovesa. Durante la conquista otomana, Gálata, por defender sus intereses económicos, permaneció neutral (aunque muchos genoveses lucharon a la desesperada al lado de los bizantinos) por lo que, integrada oficialmente en el Imperio Otomano, siguió gozando de una cierta autonomía y de una influencia que, aún en  progresiva decadencia, se prolongó hasta el siglo XIX.
 Pero no sólo fueron genoveses los extranjeros que vivieron en esta zona de Estambul.  Desde el siglo XVI, Pera fue el lugar en el que se establecieron las legaciones diplomáticas europeas y donde se asentaron las comunidades griega, armenia y judía, ampliada esta última cuando a ella se incorporaron los sefarditas tras su expulsión de España decretada por los Reyes Católicos en 1492. Esta tradición de acogida a los extranjeros se prolongaría a lo largo del tiempo y de este modo existió una población cosmopolita con sus propias instituciones (colegios, iglesias, oficinas de correos, viviendas e incluso un Palacio de Justicia) situadas en las cercanías de los grandes palacetes que se construyeron para albergar las embajadas europeas ante la Sublime Puerta. Todo acabó cuando en 1923 la capitalidad fue transferida a la ciudad de Ankara
  Y ahora nuestro recorrido que emprendimos a pie cuando el tráfico de la mañana se iba haciendo cada vez más  intenso.


 Cruzado el puente comenzamos, digamos el más que mediano ascenso (Beyoglu se asienta en una de las muchas colinas que conforman la ciudad), que nos llevó a la Torre Gálata (35 metros sobre el nivel del mar) que se eleva imponente desde el siglo XIV con una altura de 67 metros, desde su base a su cubierta cónica.



 Al parecer formaba parte de las murallas levantadas por los genoveses. Afortunadamente funcionaba el ascensor, lo que nos permitió sin esfuerzo acceder a la terraza que nos deparó una maravillosa panorámica de Estambul





con Gálata a nuestros pies


y la ciudad vieja recortando en el paisaje sus impresionantes y bellísimos monumentos.


 Aún extasiados ante la belleza que no podíamos abarcar, tal era la maravilla del panorama, bajamos al pie de la torre desde donde se extiende el barrio y retomamos la ruta desde la Antigua Grand-Rue, la Galip Dede Caddesi, donde se ubica el Monasterio de los Derviches Giróvagos, hoy Museo de la Literatura del Diván. (En la entrada Estambul VI ya mencioné el impresionante espectáculo que presenciamos en la estación de Sirkeci).   
 Se encuentra esta calle flanqueada por tiendas y establecimientos dedicados a la música (la ciudad conserva aún de forma evidente la ubicación en determinados barrios de los diferentes gremios) y a continuación accedimos a la famosa Istiklal Caddesi,


de cuyo esplendor pasado (magníficos aunque deteriorados edificios de entre los siglos XIX y XX) ha quedado en la actualidad una animada vía comercial llena de tiendas, cafés y restaurantes, por cuyo centro circula un precioso tranvía y donde se mezclan con los estambulitas, los visitantes que pasean contemplando, la antigua Embajada de Rusia, la iglesia protestante con el monumento conmemorativo de la Guerra de Crimea, la iglesia neogótica, sede de la orden franciscana, de San Antonio, 

Imagen tomada de Internet
o el Liceo de Galatasaray, con su impresionante pórtico y su no menos impresionante historia que se remonta al siglo XV, cuando Bayaceto I fundó una escuela para los pajes de Topkapi que fue modernizada  en el XIX según el modelo francés para convertirse desde entonces en el centro de formación de la élite intelectual y política del país

Imagen tomada de Internet

  Después de comer en un típico local de Istikal (la “comida rápida” en Estambul es muy apetecible), nos encaminamos hacia la Plaza de Taksim, hacia uno de sus  más lujosos hoteles, el  Mármara, para tomar café. Teníamos noticias de la impresionante panorámica que se abre desde su terraza. Realmente  extraordinaria. Además, desde aquella moderna torre de cristal tuvimos la oportunidad  de contemplar a su compañera medieval,


,

a la que supera en altura, claro, aunque es imposible que pueda arrebatarle el romántico misterio que los siglos imprimen a los edificios.  
 Y no podía faltar la visita al Pera Palace Hotel.


 Aunque a decir verdad (y no sé si ya la habrá experimentado) en aquellos momentos  necesitaba una urgente restauración. A pesar de todo, me entusiasmó su aire decadente, estaba emocionada por encontrarme en aquel lugar mítico, testigo de una época de la Historia que siempre me fascinó.

Imágenes tomadas de Internet

 Nos mostraron con toda reverencia la habitación 101 que ocupara Atatürk y que ha sido convertida en museo. Contemplamos las fotografías de las celebridades que pasaron por sus instalaciones, desde Mata-Hari a Agatha Christie (tengo que confesar mi debilidad por las novelas y los personajes creados por esta autora, sobre todo por su Monsieur Poirot, que tan atinadamente resolvió el misterio del Asesinato en el Orient Expres, escrita en la habitación 411 que ocupara su autora)





 
                      
 Y para terminar de cumplir con los ritos que alimentaron mis fantasías juveniles, tomamos el té al más puro estilo british, en un elegante salón que el paso del tiempo había llenado de grandes y pequeñas historias.


  La bajada de Pera nos llevó hasta el Puente de Atatürk por una curiosa calle, llena de vida y actividad dedicada casi en exclusiva a la venta de accesorios de ferretería y de fontanería.



 Y otra vez en las orillas del Cuerno de Oro, paseando sin rumbo fijo y procurando captar la riquísima historia y el complejo presente de esta ciudad única.

 Fin del viaje.  
 Y llegó el día del regreso. Con algo de melancolía anticipada nos despedimos de Estambul dando un largo paseo, pasando junto a la mezquitas de Beyazit y entrando en la de Los Tulipanes, la Laleli Camii construida en el siglo XVIII


(tan distinta en su preciosismo al resto de las mezquitas imperiales),


antes de llegar a Sultanamet, donde contemplamos las dos maravillas que contiene. 
 Y de este modo, a la vista de Santa Sofía y de la Mezquita Azul, vivimos una experiencia que no tengo ningún pudor en calificar de emocionante. Lo fue entonces y lo es aún mayor ahora, cuando de nuevo la ciega y fanática locura que se apodera de tantos, hasta el punto de hacerles actuar por la razón de la sinrazón, y con esto me estoy refiriendo al último (no, ya desgraciadamente al penúltimo, pues la barbarie no cesa) atentado terrorista que en la celebración de una boda ha cegado tantas vidas y ha dejado aún más conmocionado a Turquía.
 Cuando nos sentamos a disfrutar de la vista desde un banco de la plaza,


llegó hasta nosotros un joven (para más señas guapo, rubio y educado) que apresurándose a decir que no pretendía vendernos nada (tal es el acoso, aunque amable, al que son sometidos los extranjeros) que su única intención era conversar con nosotros, pues estudiaba en el Instituto Cervantes y quería practicar su castellano.
 Y ya lo creo que practicó, nos contó que era kurdo y que su familia cultivaba albaricoques en el centro de Anatolia. Nos habló de sus enormes deseos de viajar a España y de su amor por nuestra cultura. Nosotros a su vez le confesamos la enorme alegría que había supuesto conocer, aunque fuera sólo un poco (haría falta mucho tiempo para más), la ciudad y sus habitantes de los que habíamos recibido tantas muestras de cordialidad. Fue como si desde alguna parte, alguien hubiera querido regalarnos un hermoso colofón a nuestra estancia. Lo agradecí.
 Tampoco quiero dejar de apuntar otra circunstancia (de muy distinta índole, pero también ilustrativa) que nos permitió ver otra más de las mil facetas que tiene la vida de una ciudad. En uno de los sábados de nuestra estancia tuvo lugar el derby entre dos de los equipos de fútbol más importantes de Estambul: el Fenerbahçe y el Galatasaray.  Supimos de este encuentro porque antes y después del partido las calles se llenaron de aficionados que por todos lados lucían los calores, azul y amarillo, y azul y rojo de sus respectivos equipos. No tuvimos noticias de incidentes, cosa de agradecer. Ganó el Fenerbahçe 4-0, y mientras visitábamos Topkapi, nos vimos rodeados por un mar de camisetas azules y amarillas  que vestían orgullosamente sus seguidores, mientras aprovechaban el domingo para visitar los monumentos de su ciudad.   

 Y a través de un tráfico enloquecido atravesamos en plena hora punta de un lunes la ciudad camino del aeropuerto. En el último tramo del trayecto, con el Mármara a un lado, y las murallas marítimas a otro, ya más pausadamente, llegamos a nuestro destino. Me esperaba el temido vuelo, pero mil veces lo diera por bien empleado. Las impresiones vividas han quedado grabadas para siempre en mi memoria.     



miércoles, 10 de agosto de 2016

Estambul VIII

Estambul VIII. San Salvador en Chora y un paseo por Üsküdar.

  Durante el pasado mes de julio he viajado por el norte de Italia, para completar (si eso fuera posible) el recorrido que iniciamos en la primavera de 2014 y que constituye las primeras entradas de este blog. Por esta razón, sólo a medias he podido seguir las alarmantes noticias de los acontecimientos que se venían produciendo en Turquía. No hace falta que exprese la profunda tristeza que la situación que vive el país me produce y el enorme deseo de que una vez más, puestos sus habitantes en una situación límite, sean capaces de salir adelante superando las dificultades y las contradicciones a las que parecen verse abocado con una desoladora periodicidad.       
 San Salvador en Chora, (o de los campos, por la ubicación extramuros de la primitiva iglesia), la Kariye Camii de los otomanos,


se encuentra en una extenso y populoso espacio urbano que aglutina en la orilla izquierda del Cuerno de Oro los barrios de Fatih, Fener y Balat, en los que durante siglos vivieron, junto a los musulmanes, cristianos ortodoxos y judíos. En la actualidad la impresión del visitante es la de entrar en una zona urbana superpoblada y deprimida, cuyos monumentos no llegamos a disfrutar, ya que hasta San Salvador fuimos y volvimos en taxi. A estas excesivas precauciones nos llevaron las indicaciones de los empleados del hotel y el resultado fue que no visitamos ni la sinagoga más antigua de Estambul, la de  Ahrida, ni las iglesias ortodoxas del Patriarcado, de  Pammakaristos, de Santa María de los Mongoles, y la peculiar (está construida con hierro) y “moderna” (data del siglo XIX) San Esteban de los Búlgaros. La próxima vez prometo no ser tan precavida.
 El edificio actual de San Salvador, un precioso ejemplo de templo bizantino, data de finales del siglo XI, aunque fue modificado en el XII y sobre todo en el XIV, cuando Teodoro Metoquites, intelectual y humanista, gran canciller del emperador Andrónico II Paleólogo, emprendió un programa de reformas con las que se propuso expresar, según sus propias palabras que “el Señor se hizo mortal por nuestro bien”.
 Para materializar esta idea diseñó un programa iconográfico en el que mosaicos y pinturas  pusieran en evidencia este principio y, aunque cincuenta años después de la conquista otomana, San Salvador fuera transformada en mezquita y se cubrieran con yeso y pinturas las maravillosas imágenes, éstas afortunadamente no llegaron a desaparecer. A mediados del siglo XIX se puso en marcha un programa internacional para su recuperación.
 La primera impresión que produce el edificio viene determinada por su complejidad arquitectónica y por el impacto de las representaciones sagradas.





  Se accede a través de un nártex exterior decorado por mosaicos que representan la Infancia de Cristo y que da paso a otro interior en cuyas cúpulas se despliegan las imágenes de la Genealogía de Cristo, siendo absolutamente espectacular el de la cúpula meridional que corona un Cristo rodeado por una doble fila de personajes.


 La cúpula septentrional está ocupada por la Virgen sosteniendo al Niño y rodeada, entre otras figuras, por las de los reyes de Israel.

 

 En las paredes se presentan acontecimientos cotidianos de su vida, lo que dota a las escenas de una tierna ingenuidad.

Esponsales de la Virgen
 También decoran los nártex los hechos relacionadas con el Ministerio de Cristo

Bodas de Caná
y un interesante retrato de Teodoro Metochites que en reverente actitud le ofrece el templo restaurado. 


 

 La nave está flanqueada por una parekklesion (capilla aislada) a la derecha y un corredor de dos niveles a la izquierda. Entre los mosaicos que decoran sus muros sobresale el de La dormición de la Virgen, el mejor conservado


y no faltan desde luego las representaciones de brillante colorido, de santos y apóstoles. 



 Sin dejar de subrayar la belleza de los mosaicos de San Salvador, quizás los más bellos y logrados del arte bizantino, debo decir que lo que constituyó una verdadera revelación para mí fueron los frescos que decoran las paredes de la parekklesion y que debieron ejecutarse hacia 1320, es decir, cuando en Italia triunfaba una nueva forma de pintar que daría paso al Renacimiento y cuyo mejor representante sería el Giotto. 
 De este estilo lleno de vitalidad y de realismo participan también estas pinturas cuyo autor desconocido pudiera ser también el artífice de la decoración musivaria del templo. Los frescos (cuyos temas son los propios de un lugar de enterramiento, pues ese era el fin de esta capilla lateral), precisamente por su similitud con la pintura italiana de aquel tiempo, se encuentran muy alejados de los convencionalismo del estilo bizantino y la rigidez que le es tan característica, por eso están dotados de un atractivo dinamismo. La Anastasis (Resurrección en griego)


representada en la bóveda del ábside, ha sido considerada como la manifestación más importante del arte bizantino. No están muy lejos de esta consideración el Juicio Final, de la bóveda superior.


 La excelsa figura de Cristo en ambas obras se eleva para hacer patente un poder que vence a la muerte y que concede la vida eterna.
 Cuando abandonas el lugar, no tienes más remedio que respirar hondo al mismo tiempo que agradeces a todos los artistas, pasados y presentes, conocidos y anónimos, su capacidad para suscitar emociones estéticas como las que experimentas en este lugar.

 Y… a pasar la tarde en Asia. Así de fácil. Tomamos el barco en  Eminonü junto a los apresurados estambulitas que hacían el trayecto enfrascados en sus actividades cotidianas y atravesamos el Bósforo.


 Era emocionante pisar, aunque fuera apenas y por poco tiempo, el enorme continente que comienza en el Üsküdar Eskelesi, el embarcadero de este barrio de Estambul que fue la antigua Crisópolis, la Ciudad de Oro, cuya fundación se produjo al mismo tiempo que la de Bizancio. En la Edad Media fue conocida como Scutari y el hecho de no contar con las impresionantes murallas que defendían a su vecina europea fue decisivo para que diversos invasores a lo largo del tiempo (los últimos y definitivos los turcos en el siglo XIV), la conquistaran y ocuparan.
 Cercano al embarcadero se encuentra la Hakimiyeti Milliye Meydani, lugar que marcaba el final de la ruta de las caravanas procedentes del interior de Anatolia y que también servía como punto de reunión de los peregrinos que cada año iniciaban su viaje a La Meca.
 En nuestro tranquilo paseo contemplamos las siluetas de las hermosas mezquitas, dos de las cuales (la Semsi Pasa Camii y la de Iskele) son obras del gran Sinán.     
 No nos alejamos de las orillas del Bósforo,


divisando la costa europea y el islote en medio del estrecho donde se alza la Torre de Leandro, la Kiz Kulesi, Torre de la Doncella en turco,


como recuerdo de la princesa confinada en ella para evitar que se cumpliera la profecía que auguraba que una serpiente le causaría la muerte y que, a pesar de todo, no pudo escapar a su trágico destino. La
Torre de Leandro (nombre europeo que hace referencia a la desgraciada historia de Leandro que cruzaba todas las noches el estrecho para encontrarse con su amada Hero)
Hero finding Leander. Ferdinand Keller (1842-1922)
parece desafiar el envite de las aguas que los pequeños y grandes barcos levantan a su alrededor. 

 El primer edificio que se construyó en el islote fue una fortaleza bizantina (siglo XII) que se utilizó para reforzar uno de los extremos de la enorme cadena que impedía la entrada al Bósforo de barcos enemigos. A lo largo del tiempo ha tenido diversos usos, ha sido desde faro a lazareto, desde puesto de aduanas a casa de retiro para oficiales. El edificio que contemplamos hoy data del siglo XVIII y constituye en la actualidad un cuartel de inspección de la marina turca. No se puede negar que el punto de inspección se encuentra estratégicamente situado, pero tampoco que ha despojado de su halo romántico, esa minúscula porción de tierra que se levanta indómita en medio de las aguas.
  Esperábamos contemplar una preciosa puesta de sol. No fue posible, estaba nublado. Tomamos el transbordador hasta Eminonü, donde, y gracias a una magnífica cena a base de pescado recién salido del mar cerca del Puente Gálata


y a la contemplación de los miles de matices que las últimas luces del día sacaban a esta ciudad de ensueño, me consolé un poco por todo lo que había quedado en la zona asiática y que no habíamos podido visitar.