jueves, 3 de septiembre de 2015

Saarbücken, el Rhin, Baden-Baden.

 Tercer viaje. Agosto de 1999.

 Nueva visita a tierras alemanas aprovechando un viaje a Francia, a Huttenheim en Alsacia y a Rouhling en Lorena. En estos hermosos pueblos vive  parte de mi familia, por lo que una vez allí, resultan muy fáciles y placenteras las excursiones al otro lado del Moselle y del Rhin. En esta ocasión, además de la alegría del reencuentro, el viaje tenía un motivo añadido: el eclipse total de sol que tuvo lugar ese año y que en esta zona fronteriza (nosotros lo seguimos desde Rouhling) tenía uno de los mejores puntos de observación. Adelanto aquí que fue una experiencia extraordinaria de la que espero escribir cuando le toque el turno a mis impresiones francesas.  
 Los lugares visitados esta vez fueron  Saabücken, el Rhin (ineludible) y  Baden-Baden.

 Saarbrücken
  La vuelta a esta ciudad capital del Sarre después de tantos años, me permitió apreciar mejor sus particularidades y disfrutar de la visita aunque de manera diferente a como lo había hecho tiempo atrás.
 Saarbücken en sus orígenes fue una fundación celta incorporada al Imperio Romano de lo cual dan fe los restos del santuario de Mitra del siglo III d.C. Los francos conquistaron el territorio y construyeron una primitiva fortaleza, Sarabrucca, de cuyo nombre deriva el actual. Varios documentos de la época de Otón III (siglo X) atestiguan su importancia estratégica y la riqueza de sus recursos mineros, por lo que fue disputada por el reino de Francia y el Sacro Imperio Romano Germánico. Su status no varió con el paso de los siglos y así acabó convirtiéndose en moneda de cambio entre Francia y Alemania después de las dos guerras mundiales. La Paz de Versalles la puso en manos francesas, aunque los acontecimientos del periodo de entreguerras permitieron un plebiscito (1935) que ganaron por amplísima mayoría los partidarios de su incorporación a la Alemania nazi. Los bombardeos aliados la dejaron prácticamente asolada.  Fue ocupada de nuevo por Francia tras la guerra, pero por segunda vez una amplia mayoría de sus habitantes votó en 1957 su incorporación a la República Federal Alemana. Estos vaivenes de la historia dan muestra de su enorme valor estratégico y el hecho que yo los consigne, en esta ocasión y en las venideras, dan muestra a su vez del enorme interés que siempre he tenido por la historia de Alemania.
 La mayor parte de su patrimonio data del siglo XVIII, del gobierno del duque Willhem Heinrich Von Nassau-Saarbrücken, y son obras barrocas debidas al arquitecto Friederich Joachim Stengel, que también remodeló la ciudad. Sobre el castillo medieval construyó un hermoso palacio (Schloss) de planta en U, rodeado de jardines, siguiendo el mismo modelo que después vería en muchas ciudades, sobre todo del sur de Alemania, capitales de sus antiguos estados independientes. El tamaño y riqueza constructiva de estos palacios, constituían el medio por el que sus gobernantes rivalizaban entre sí. La mayoría me han parecido hermosamente barrocos. En el de Saarbrücken, muy dañado  durante la II Guerra, reconstruyeron el cuerpo central utilizando hierro y cristal. El efecto es impactante.
 El Alte Rathaus,


antiguo Ayuntamiento, con su hermosa torre central; la iglesia católica de San Johan y sobre todo la Ludwigskirche, templo protestante de austera fachada, planta de cruz griega e impoluta blancura en su interior, son los edificios más importantes. Las tumbas góticas y renacentista de la familia Von Nassau-Saarbrücken en San Arnual, no pudimos visitarlas.
 El río Saar (Sarre en francés), las animadas calles comerciales (decoradas por aquellos días con figuras de leones en las que podían apreciarse todas las combinaciones de colores imaginables, algo que a todas luces les restaba fiereza a su aspecto); el conocer que fue en esta ciudad donde se creó en 1604 un Gymnasim que fue el primer centro de enseñanza secundaria de Europa y...



la deliciosa, aunque dubitativa  merienda (la variedad y exquisitez de tartas y pasteles requieren en Alemania un concienzudo estudio antes de decidir), constituyeron un buen final de excursión a esta ciudad que ha sabido reconvertirse, después del cierre de las minas de carbón en 1960, en uno de los centros de investigación científica más importante del país.
 Y cuento para terminar una pequeña transgresión: hicimos el viaje en tren desde Grosbliederstroff, sin validar los billetes, ante la consternación de mis primas. Alegamos entre bromas que si venía un revisor, ellas permanecerían calladas y nosotros pondríamos caras de turistas despistados. No hubo necesidad. No vino nadie. 

   2 El Rhin.
  Por aquellas tierras pueden amanecer hermosos días de verano (y también horribles, fríos y húmedos días de verano). Aquel 13 de agosto era uno de los que te permitían una agradable excursión, así que con gran entusiasmo por mi parte y  mucha más calma por la de los demás, es preciso decirlo, salimos en bicicleta  para comer en las  frondosas orillas de mi bien amado Rhin. Fue un picnic estupendo, pero el problema vino a la vuelta, de tal modo que resultó ser la última excursión a velo que he hecho, porque, a pesar de que los conductores respetan escrupulosamente (hasta límites insospechados en España) a los ciclistas, me asusté sin motivo con la presencia de un coche y el frenazo y posterior aterrizaje en el duro asfalto me han quitado hasta ahora, las ganas de repetir la experiencia… y ya van años.  Pero  en fin… nunca se sabe. Afortunadamente no quedó constancia gráfica del hecho ni de las posteriores consecuencias en forma de moretones.

3 Baden-Baden.
  El periplo alemán de aquellas vacaciones concluyó con una visita a Baden-Baden. Cruzamos el Rhin en Estrasburgo, donde ya ha adquirido su aspecto de gran río (curso adelante cambiará a grandísimo río). Creo que puedo decir que esta zona fronteriza ¡que tantos quebraderos de cabeza ha dado a Europa a lo largo de la historia! posee uno de los más hermosos paisajes que puede el viajero imaginar. El Rhin discurre majestuosamente por un ancho valle (la Plaine de l´Alsace en el lado francés) salpicado de preciosos pueblos de casas con entramados de madera y tierras de labor cuya fertilidad puede verse y aún olerse. Cierran el valle, en Francia la cordillera de los Vosgos (es un hecho cierto que antes de la Gran Guerra, llevaban a los soldados a contemplar desde sus cumbres las hermosas tierras alsacianas en poder de los alemanes desde 1870, para encender en ellos el ánimo revanchista), y en Alemania la Selva Negra, una continúa sucesión de bosques donde los árboles alcanzan alturas considerables, los ríos llenan el espacio de verdor y los pueblos y viñedos se encaraman por las faldas de las montañas.
 Algo que llamó mi atención sobremanera (y que siempre la ha llamado en posteriores viajes por el país) es el hecho que de que en este paisaje idílico, no faltaban… fábricas. No pude averiguar de qué, pero si admirar el aspecto ordenado, limpio y pulido de sus instalaciones. Hay algo de verdad en los tópicos. Sin duda.


 Pero volviendo a mi excursión de aquel día, fresco y con lluvias intermitentes que de ningún modo iban a enfriar el entusiasmo que supuso llegar a Baden-Baden, en las laderas de la Selva Negra y a las orillas del río Oos. En sus orígenes fue un asentamiento celta conquistado por los romanos que desde el primer momento (la bautizaron como Civitas Aurelia Aquensis) supieron aprovechar las propiedades curativas de sus aguas, como lo acreditan las ruinas de unas termas que aún se conservan bajo la Plaza del Mercado y del edificio del Friedrichsbad. Con posterioridad fue ocupada por los alamanes y por los francos que construyeron su primitiva fortaleza. A pesar de sufrir casi una completa destrucción en las guerras del siglo XVIII, al final de dicho siglo ya estaba considerada una de las estaciones termales más importantes de Europa. Y para concluir este breve resumen recordar, porque no se puede ni se debe olvidar, que fue la sede de las fuerzas de ocupación francesa tras el horror de la II Guerra Mundial.
 La vista de la ciudad a los pies del Schloosberg (monte del Castillo) es impresionante. Posee una hermosa colegiata gótica,  un entramado urbano que converge en la Plaza del Mercado, un magnífico palacio de los siglos XV y XVI, residencia de los magraves y una sucesión de preciosos jardines, bulevares y plazas ajardinadas.

Pero  en esta ocasión permítaseme la frivolidad: a mí me parecieron maravillosos los edificios del siglo XIX, como el neorrenacentista Friedrichsbad (Casa de los Baños de 1877); el Kurhaus, el casino que desde 1838 eleva su blanca fachada porticada sobre una verde pradera, aquel día  salpicada de carpas donde refugiarse de la lluvia para seguir disfrutando de la música que interpretaba una orquesta. Pero, como hay que ser consciente de las debilidades humanas, la belleza y elegancia del  


entorno no debe hacernos olvidar como el  juego puede llevar a la ruina, tal como nos contó Dostoyevski  en su novela El jugador. Y él sabía de lo que hablaba. Pasó aquí mucho tiempo. 


 Muy elegante el majestuoso  Trinkhalle (Sala de Hidroterapia de 1839) con su galería porticada sobre hermosas columnas clásicas y sus fuentes de agua mineral en el interior y también los bellos edificios, los lujosos hoteles, las elegantes tiendas…


 Y todo ello con un aire refinado y exquisito que pensé no debía quedar muy lejos del que tendría el lugar en aquellos gloriosos años de la
Belle Époque, cuando la ciudad recibía a una sociedad rica y despreocupada, en víspera de uno de los mayores desastres que ha vivido la humanidad. Pero bueno… como si no supiera lo que iba a ocurrir en 1914, aquella tarde, después de una maravillosa merienda, té y pasteles, un tranquilo paseo, una charla sosegada… me sentí cercana a mi admirado Stefan Zweig y su “mundo del ayer” 

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