3.
El Valle del Rhin. Rheintal. Renania Palatinado.
Podrá imaginarse mi
felicidad, a pesar de que ese 24 de agosto amaneció gris y un poco frío, cuando
enfilamos una carretera que desde Frankfurt nos conduciría a Birgen, para
iniciar una pequeña excursión por el Rhin, el Renos de los celtas, el Rhenus de
los romanos y el VaterRhein (Padre Rhin) de los alemanes, que lo consideran exclusivamente
suyo (no tienen demasiado en cuenta que nace en Suiza, tiene orillas en
Francia, y también discurre por Liechtenstein, Luxemburgo y Holanda), ya que en
él han situado sus mitos y leyendas ancestrales y las hazañas de los héroes
cantadas en poemas épicos .
La carretera discurre paralela al Rhin, en un estrecho valle en el que apenas caben el río, la mencionada carretera, las vías del ferrocarril y las primeras calles de los maravillosos pueblos que se alargan sin despegarse de sus orillas, porque las escarpadas colinas, coronadas por impresionantes castillos, les impiden progresar hacia el interior. Todo ello tiene su réplica, precisa y preciosa, en la orilla opuesta de la que nos encontrábamos.
las ruinas góticas, pero en este caso con la piedra gastada por el tiempo, de la capilla de Sankt Werner, con las tracerías de sus vanos milagrosamente intactas que, como únicos vitrales mostraban el gris del cielo de aquel día de verano;
las murallas, en las que se abren puertas sobre cuyos arcos se sitúan casas de piedra con flores en las ventanas, cubiertas por impresionantes chapiteles de tejado de pizarra y, coronando todo el conjunto, en lo más alto de la colina a cuyos pies se asienta la ciudad, el castillo, el BurgStahleck, con su enorme torreón cilíndrico, que marca el punto más elevado de este austero edificio. Me gustó la idea de que en la actualidad sea utilizado como albergue juvenil.
Contemplamos en un rápido vistazo, Sankt Goar con el impresionante BurgRheinfels dominando la ciudad, y en la orilla opuesta el pequeño pueblo de Sankt Goarhausen, también coronado, en este caso, por dos castillos, el BurgKatzy el BurgMaus (del gato y del ratón).
En el embarcadero de Sankt Goar tomamos un barco para realizar una pequeña travesía que nos acercaría al Peñón de Loreley, un saliente rocoso de 120 metros de altura y escarpada pendiente. Situado en el cauce del río, obliga a éste a realizar un importante viraje en su camino hacia el norte.
Al parecer sus alrededores constituyen uno de los lugares más peligrosos para la navegación debido a la fuerza de la corriente, a los salientes de las rocas y a las aguas poco profundas. Muchos navegantes han encontrado su final en este lugar y he aquí que ya tenemos todos los elementos para la leyenda de Loreley.
La identidad de este personaje no está del todo clara, pues bien pudo ser una ondina, hija del Rhin, o una hermosa muchacha que se quitó la vida por un amor despechado. Pero en lo que todos están de acuerdo es en que desde lo más alto del risco, donde peina con peine de oro sus largos cabellos rubios, canta tristes y hermosas canciones que llevan a los navegantes a las aguas procelosas de aquella parte del río en las que naufragan y se ahogan sin remedio.
Sé que Heinrich Heine,
que escribió un hermoso poema sobre los poderes del canto de Loreley, me
miraría con desaprobación, pero ante semejantes leyendas siempre me pregunto
por qué en todos los relatos de las
diversas culturas desde la antigüedad, los hombres, fáciles presas de las
“malas artes” de las mujeres, caen en desgracia sin ser capaces de oponer
ningún tipo de resistencia. ¿Culpar a las mujeres es más fácil que reconocer su
debilidad? Bueno, es posible que me haya pasado un poco… pero sólo un poco, en
este alegato feminista que ha interrumpido mi narración, y que desde luego,
aquella mañana ni se me ocurrió de tan fascinada como estaba con la
contemplación del paisaje que me rodeaba, a pesar del frío viento que soplaba
desde el norte.
El barco se deslizaba suavemente por el río y yo pasaba la mirada de una a otra orilla admirando el verde que cubría las escarpadas orillas, donde se sucedían el bosque y el viñedo, la ruinas del castillo medieval y la imponente silueta del castillo remozado, la hilera de casas hermosamente floridas y las iglesias de elevadas torres de los pueblos, el tren y la pequeña carretera…¡Tengo que volver!
Desembarcamos en Boppard, sólo un pequeño vistazo a la
Plaza del Mercado y retomamos la carretera en dirección a Colonia, pero aún me
aguardaba una emoción más: el encuentro en Coblenza
entre el Rhin y el Moselle. No visitamos la ciudad, debo añadir que con gran
disgusto por mi parte, pero sí pudimos
admirar el llamado DeutschesEck, el Rincón Alemán, donde los dos ríos unen sus
aguas en su camino hacia el mar, en el mismo corazón de la Renania-Palatinado,
centro de la antigua Alemania Federal. Contemplar este encuentro me distrajo y
presté poca atención al monumento que se eleva sobre el triángulo de tierra a
cuyos lados todavía discurren los ríos por separado, dedicado al káiser
Guillermo I, cuya estatua ecuestre se eleva aún más si cabe hasta alturas
insospechadas. (No hicimos fotografías, pero es fácil y vale la pena buscar la imagen en Internet)
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