sábado, 18 de noviembre de 2017

Por Piamonte.


   De Moggio a Camburzano.
 Bajamos desde las montañas de Moggio en Lombardía buscando Piamonte donde se ubica Camburzano, nuestro alojamiento en la segunda etapa de la estancia italiana de ese verano.


 Bajamos de las montañas sí, pero ni por un momento las perdimos de vista. Ya el nombre que dieron a la región sus habitantes en la Edad Media, Pedemontium, ad pedem montiun, es la mejor referencia de su enclave geográfico: los altos picos alpinos


constituyen el telón de fondo del paisaje piamontés, por otra parte muy variado, pues no faltan montañas y colinas (y una hermosa morrena a la que no podré por menos que referirme cuando llegue el momento).
  La región, antiguo feudo de los Saboya convertido en 1720 en el reino que habría de ser el germen de la unificación italiana,


forma parte de la gran llanura que constituye el norte de Italia.
 El río Po que baja del Monviso, comienza aquí su largo recorrido.     
 El trayecto fue muy  agradable, paramos a comer en Masserano, en un restaurante al pie de la carretera al que habían llamado El Toro, aunque de español sólo tenía el nombre y quizá alguna evocación para su dueña que obviamente nunca llegamos a conocer.


  Camburzano, es un pequeño pueblo, aunque muy extendido en superficie desde que te adentras en él por la carretera N338. Posee preciosas vistas


y una  iglesia, la de San Martín del siglo XIII remodelada en el XVIII, que me gustó mucho, y eso que no suelen estar los edificios neoclásicos entre mis favoritos... ni mucho menos. pero este, con su elegante pórtico semicircular que completa las líneas puras de la fachada, me pareció muy hermoso.


 Disfrutamos de los paseos por sus pequeñas y empinadas calles,   


entre las casas donde no faltaban los jardines y huertos muy  bien cuidados por sus habitantes, para los que nosotros debíamos resultar también una atracción turística a la inversa, pues estoy por asegurar que poco (por no decir ninguno, eso siempre es arriesgado) españoles habrán llegado hasta allí de vacaciones.   
 Comenzamos nuestras andanzas por Piamonte visitando Biella. 



  Era domingo y la ciudad, recoleta y casi ensimismada, estaba medio vacía. Al parecer se preparaba para  un evento en el que participaban sus habitantes con el color blanco como protagonista. No pude obtener más información, pero los escaparates de las tiendas decorados en ese color (aunque no todos) anunciaban la fiesta para aquella tarde.

                           

 Recorrimos el centro de elegantes calles y edificios con soportales


y fue una sorpresa la vista del Baptisterio del siglo XI que se encuentra cerca del Duomo. Está construido con piedra y ladrillo sobre un antiguo cementerio romano. Cuatro ábsides rematan los lados de su planta cuadrada coronada por una cúpula. Es de una hermosa simplicidad.


 La vista al interior no fue posible, estaba cerrado al igual que el duomo, dedicado a Santo Stefano. El edificio actual, construido sobre una antigua iglesia del siglo XI, ha sufrido diversos avatares hasta ser restaurada en estilo neogótico.

    
 Aunque tiene una elegante columnata y está situado en una hermosa plaza, tengo que confesar que me dejó un poco indiferente. Me gustó el campamile que asoma detrás de un bonito edificio porticado.  

 
 Es una esbelta torre románica de más de 52 metros de altura y ocho plantas en cuyos muros se abren ventanas de doble vano.


 Resultó un relajado paseo que nos ocupó la mañana, pues en proyecto teníamos la comida en la Trattoria del Peso, que nos había recomendado nuestra anfitriona en Camburzano, en Occhieppo Inferiore (hay otro Occhieppo, el Superiore, que no llegamos a conocer). Es este un pueblo por el que pasamos en casi todos nuestros desplazamientos, aunque tengo que decir que sólo conocimos de él la trattoria, donde tres hermosas mujeres: madre, hija y nieta, servían con toda la amabilidad imaginable unos excelentes platos, de entre los que destacaban los extraordinarios  gnocchi  al Gorgonzola.


 Comimos allí varias veces y siempre fueron comidas divertidas en las que no faltaron  animadas conversaciones.

 Llegar a  Ivrea, constituyó toda una experiencia. Para que pueda entenderse tengo que contar que no subimos al Santuario de  Oropa, porque la carretera me produjo una especie de pánico, por llamarlo de forma suave. Dimos la vuelta. 
 Lo que no podía imaginar era lo que me esperaba cuando iniciamos el trayecto en dirección a Ivrea por la ya familiar N338. Tuvimos que atravesar, en curvas que giran sobre sí mismas, una de las morrenas que rodean el valle, la mayor de Europa al parecer.


Imagen tomada de Internet

 El miedo durante el viaje, aunque era considerable, no fue lo bastante como para impedirme disfrutar del frondoso bosque, de un verde deslumbrante, que flanquea la carretera; de la radiante luz del sol que filtraban las hojas de los árboles; de las hermosas vistas del valle, ya casi al final del trayecto,  con el río Dora Baltea, y una multitud de pequeños lagos dispersos por la llanura, y desde luego de la vista de la ciudad. 

Imagen tomada de Internet
Debo decir que, con esta mezcla de impresiones encontradas, no fui capaz de tomar una sola fotografía.   
 Ivrea es una fundación romana que durante la Edad Media fue, junto a Turín, uno de los feudos más importantes de Piamonte. El centro histórico situado en un alto, posee una impresionante catedral neoclásica que ocupa el espacio de la antigua de origen medieval. A la vista de estas obras  piamontesas ¿empezaba a cambiar mi apreciación del neoclasicismo, o era Italia? No sabría decir.


 Conserva también un castillo del siglo XIV símbolo del dominio de los Saboya. Es un magnífico edificio


de planta cuadrada con cuatro torreones cilíndricos en las esquinas de los que uno desapareció en el siglo XVII tras una explosión producida por un rayo que prendió la pólvora que almacenaba.



 La vista desde el castillo sobre la ciudad y el paisaje colindante, es muy bonita y resultó una tarde tranquila y agradable.


 No vimos más de la ciudad. Permanecimos sentados contemplando el panorama y pensando que nos aguardaba la morrena para volver a Camburzano. Felizmente la contemplamos a nuestra espalda desde terreno llano.


lunes, 6 de noviembre de 2017

Milano

 Milano. Lombardía

 Milán es una ciudad que necesitaría de mil estancias para conocerla.

Piazza de San Fedele
 Y además había una razón fundamental para repetir visita en julio de 2015, cuando recorríamos los lagos: en el viaje anterior NO fue posible contemplar el Cenacolo, en Santa María della Grazie, cosa que como podrá comprenderse me causó  un considerable disgusto.
 Con la experiencia adquirida (es imposible conseguir entradas ni aún solicitándolas con meses de antelación… no hay que indagar mucho para explicarse la cuestión como se verá), está vez concertamos la visita a través de una agencia. Fijada la fecha de la misma, dedicamos el día a recorrer desde las amplias y abarrotadas calles, 

  
 a los rincones más recoletos de la ciudad.



 En uno de esos recorridos me aguardaba una maravillosa sorpresa: casi sin darnos cuenta pasamos por delante de un magnífico edificio, ¡hay tantos! Resultó ser el antiguo Monasterio Maggiore, convertido en la actualidad en Museo Arqueológico, junto al que se levanta la iglesia de San Maurizio

Imagen tomada de Internet
 Una mirada a través de las puertas abiertas me bastó para quedar anonadada; otra al nombre de la calle lateral, Via Luini, para comprender el motivo: tanto el edificio como los frescos que recubren sus muros y bóvedas, son una maravillosa manifestación de Renacimiento en estado puro.



 Más tarde me informé que la iglesia fue construida a principios del siglo XVI, con una división en su única nave para separar a la hora del culto, a la comunidad de monjas benedictinas y a los fieles;


que la financiación corrió a cargo de Alessandro Bentivoglio, gobernador de Milán y de su esposa Ippolita Sforza; que encargaron la decoración del templo a Bernardino Luini, seguidor de Leonardo y muy apreciado por la aristocracia milanesa, aunque no sería este artista el único que trabajara en ella, pues hubo otros pintores, entre ellos sus hijos, que participaron en la decoración de las capillas laterales.


 Todo eso fue después, porque en el momento de acceder al interior lo que se desplegó ante mí fue un mundo de suaves colores,


de equilibradas formas, de delicados rostros, de hermosas expresiones.


 El frontal, donde aparecen en sendos lunetos, las figuras de los mecenas rodeados de santos y bajo los que están representadas las santas mártires con los símbolos de su martirio, es de una belleza tal, que resulta difícil, al menos en una primera visita, hacer caso a otras consideraciones distintas al disfrute de la misma.


 Cuando salimos de San Maurizio, y suele pasarme en ocasiones similares, me embargaba una especial satisfacción, la que me produce siempre la contemplación de una obra de arte, y es porque pienso que la creación artística es una de las capacidades más importantes de entre las que le fueron concedidas al hombre.  

  
 Y por fin  llegó la mañana de la esperada cita y nos encaminamos a Santa Maria della Grazie.



 La misma maravillosa impresión por la obra de
Bramante, que la descrita en mi entrada anterior dedicada a Milán (10 de junio de 2015), cuando estuve ante el edificio. 



 
El interior 
lo disfruté mejor en todos, bueno, en casi, (me rindo ante la visión de una obra italiana: es imposible abarcarla en su integridad) todos sus detalles,  aunque debo confesar que con cierta impaciencia pues no veía la hora de pasar al refectorio.


Soporté estoicamente una explicación en inglés del guía, mientras observaba unas láminas dónde aparecen representados los avatares del edificio a lo largo del tiempo. El grupo no era numeroso, unas quince o veinte personas que escuchaban atentamente, o lo parecía al menos. Yo, sin proponérmelo, quizás sólo llevada por la impaciencia (no soy tan estoica después de todo), me había ido colocando junto a las puertas, por lo qué cuando éstas se abrieron entré la primera



y, durante un breve instante de intensa emoción, estuve delante de los protagonistas de la escena sin ninguna presencia a mi alrededor, avanzando como si la pared no me detuviera y pudiera penetrar en la estancia en que la que se celebra la Cena. Después percibí que en un silencio auto impuesto, todos los presentes admiraban la obra de Leonardo


  Estuve toda la visita (el tiempo estipulado es corto, entra presto otro grupo) contemplando lo que tantas veces había visto reproducido y explicado a mis alumnos: composición,


y color,

y técnica.

 Pero mi impresión no dejaba lugar a ningún tipo de análidis: allí estaba yo admirando una de las más grandes obras creadas por un genio inigualable y confieso con un poco de vergüenza que mi emoción llegó hasta las lágrimas.


  Creo que salí la última y al darme la vuelta vi un magnífico fresco situado en la pared opuesta al Cenacolo.
 Apenas tuve tiempo de dirigirle una mirada apresurada, aunque su grandeza, y no me refiero sólo al tamaño, salta a la vista. Se trata de la Cruxificion del pintor milanés Donato Montorfano, una esplendida obra que brillaría con luz propia si estuviera situada lejos de tan imposible competencia.


 El resto de la visita a la ciudad fue una vuelta a los lugares ya conocidos y explicados en la entrada mencionada con anterioridad, aunque no faltaron nuevos descubrimientos. De este modo recorrimos los patios del Castello Sforzesco;


la basílica de Sant´Ambrogio donde volvimos a admirar su maravilloso púlpito;


 
la monumental Piazza de San Lorenzo y su espectacular columnata romana;


el
Duomo, que necesitaría una vida para ser apreciado en toda su magnificencia;



por supuesto la
Galeria Vittorio Enmanuele.


y el obligado paseo por el Quadrilátero de la moda.      
  Sin embargo esta vez, Milán me deparó el conocimiento de dos lugares inolvidables, aunque por muy diferentes causas.
  Primero fueron los Navigli, los canales construidos entre los siglos XII y XVI, para abrir la ciudad al mar y al lago de Como a través de los ríos Adda y Ticino.


 En la dilatada construcción en el tiempo, intervinieron los mejores ingenieros, poniendo también su talento al servicio de Ludovico el Moro y de la obra el mismo Leonardo, que ideó ¡cómo no!, un innovador sistema de presas y una ampliación que permitiera la navegación desde La Valtellina.  Aunque hayan perdido su valor como vía de transporte, no han perdido su atractivo


y en la actualidad el barrio que rodean se ha convertido en un animado lugar de ocio nocturno. Nosotros los visitamos a mediodía, disfrutando del gratificante discurrir de las aguas y del reflejo de las casas situadas en sus orillas.


  Después, un restaurante popular, popularísimo me aventuraría a decir, Pizzeria da Franco, situado en las inmediaciones de la  vía Padova. Habíamos quedado allí con una querida amiga italiana y comimos, en austeras mesas, con un escueto pero digno servicio, junto a milaneses que hacían un alto en su trabajo. Tampoco había muchas opciones a la hora de elegir menú, era simple y sencilla cocina casera. Me  encantó conocer esta cara de la ciudad, la de la gente corriente de un barrio popular,  alejada del lujo y del glamour asociado al nombre de Milano, y desde luego de los miles de turista. Resultó una experiencia estupenda.