Cerca del techo
de Europa.
La
mayor parte de mi infancia transcurrió cerca de la Sierra de Grazalema y llevar muchos años viviendo en el Valle del
Guadalquivir, no ha hecho más que aumentar el deseo que siempre tengo de ver montañas. Me fascinan. Cuando las contemplo me viene a la
cabeza el cataclismo que en la corteza de la Tierra, debieron desencadenar las
fuerzas que movieron las placas tectónicas para que se formaran esos bellísimos monstruos que se levantan
soberbios ante nuestros ojos para que tomemos conciencia de nuestra
pequeñez. Ni la imaginación más desatada puede siquiera acercarse a lo que
debió ser semejante espectáculo.
Y aquel día de mediados de julio iba a
tener la oportunidad de acercarme a contemplar de cerca el Mont Blanc, el techo de Europa. Era emocionante.
La
A5
se abre paso como una ancha
línea de asfalto entre las montañas a cuyas faldas se sitúan los pueblos del
norte del Piamonte y del Valle de Aosta y disfrutando de tan hermoso
panorama, al radiante sol de la mañana de
verano, empezamos a vislumbrar en la lejanía el pico, porque de verdad se trata
de un pico, del gran gigante.
Ya no dejaríamos de verlo hasta llegar a las inmediaciones del túnel donde hicimos una parada para contemplar la majestuosa visión que se presentaba ante nosotros. Después una pequeña cola para pagar el peaje pronunciando un vibrante y sonoro “andata e ritorno” (No me canso de escuchar hablar italiano me parece una lengua maravillosa).
La espera fue de todo menos paciente, pues
a la emoción de encontrarme en uno de los lugares de mis lecciones de geografía, se unía
la inquietud, o más exactamente, el miedo que me provocaba pensar que durante 11,6
kilómetros iba a tener sobre mi cabeza una mole de piedra e hielo de más de
4810 metros de altura. No quería ponerme histérica pero pensaba que me faltaba el aire. Con más voluntad que resultado, logré controlarme.
Cuando llegó el momento y penetramos en las profundidades percibimos como todo
se regulaba con una seguridad extrema para que nunca más se repita el lamentable accidente que se produjo en 1999. Entre la entrada de un vehículo y el siguiente transcurre un periodo de tiempo que evita la acumulación en el interior. Y debo decir que, si no pensaba demasiado en
donde estaba metida, disfruté el trayecto: tan aséptico, tan controlado,
tan exigente en cuanto a normas de circulación… Por no mencionar la extraordinaria obra de ingeniería que fue su construcción primera, concluida a mediados de los 60 del siglo pasado y la remodelación después del accidente.
No estuvo mal, pero me alegré
cuando de nuevo me encontré al aire libre, en suelo francés y en la otra cara del Mont Blanc.
Fue una
impresión que me dejo sin palabras la de tener ante mí el glaciar blanco, azul,
gris, suspendido en la falda de la alta cumbre. Es increíble la poderosa belleza
de la Naturaleza. Yo que tanto amo el
arte, me rindo ante una artista capaz de crear las más hermosas obras jamás
soñadas por un ser humano.
Después un paseo por Chamonix. Tantas referencias, tantas películas...
Desde luego es innegables que se trata de una hermosa ciudad por su situación, por su historia
y por algunos de sus
edificios, aunque la experiencia no fue para mí demasiado afortunada: Hacía muchísimo
calor y todo estaba a rebozar de turistas y compradores.
Priorato de Chamonix. Grabado de Jean Antoine Links. Siglo XVIII |
Volvimos sobre nuestros pasos por el Valle de Aosta, disfrutando del paisaje
y en dirección a otra ciudad, la que da nombre a la región
y esa si me causó una maravillosa impresión.
y esa si me causó una maravillosa impresión.