sábado, 26 de septiembre de 2015

De Frankfurt a Berlín

Quinto viaje. Agosto 2005.
     Una serie de circunstancias imprevistas fueron la causa de decidirnos por un  apresurado tour por Alemania a finales de agosto, antes de iniciar el curso. A decir verdad no resultó el tipo de viaje que nos gusta preparar y disfrutar, no obstante, procuramos sacarle todo el  partido posible, lo que nos permitió conocer algunas ciudades emblemáticas, realizar una pequeña travesía por el Rhin y sobre todo descubrir Berlín.

   1.    Frankfurt am Maine. Hesse
     El momento de despegar y el momento de aterrizar suponen el culmen de la intranquilidad (por no decir claramente del pavor) que todo viaje en avión supone para mí. No me valen las explicaciones científicas y técnicas, que todo el mundo con la mejor de las intenciones, se apresura a darme, no, no me valen porque pienso que es más bien cosa de magia que un aparato de tales dimensiones se levante del suelo y se desplace por el aire… Es un disparate, lo admito, lo deploro, pero… es lo que siento. Procuro siempre viajar por otros medios, y cuando no es posible, desde el asiento de pasillo ¡por supuesto!, rara vez encuentro el valor para mirar por la ventanilla. Sólo en ocasiones excepcionales. Y no cabe duda que la visión que se tiene al acercarse al aeropuerto de Frankfurt ha sido una de ellas. 

      Se suceden sin solución de continuidad los espacios verdes, los bosques en las afueras y los grandes parques en el espacio urbano; el río Maine,

                               

      que atraviesa la ciudad; los barrios residenciales y los altos rascacielos; el famoso recinto de la Messe, donde se celebran importantes ferias, entre las que destacan el Salón del Automóvil o la Feria Internacional del Libro, la mayor de Europa, que tiene lugar todos los años en el mes de octubre... 
  Sí, todo lo que una gran ciudad, la sexta en población de Alemania, puede ofrecer. Por no mencionar además que se ha constituido como capital económica del país (es la sede del Deutsche Bundesbank y de la Bolsa alemana, que ocupa un bonito edificio neorrenacentista a cuyas puertas las esculturas de un toro y de un oso simbolizan  las fluctuaciones de las acciones.

Fotografía de Thomas Richter/user THOMAS 
  Y por si esto no fuera suficiente se ha convertido también en el centro financiero de Europa, o por mejor decir de la Unión, al estar ubicada en ella el Banco Central  Europeo (del cual, en estos momentos, por razones obvias, es mejor no hablar). No es extraño el protagonismo que la economía tiene en Frankfurt. Parece que sus habitantes siempre fueron tan hábiles comerciantes y financieros, que, ya en el siglo IX, obtuvieron el privilegio de celebrar todos los años en otoño una feria o messe. Más adelante, el desarrollo económico alcanzado por la ciudad permitió, con el fin de regularizar el comercio del dinero, establecer en 1585 la primera bolsa de valores de Europa.
   La historia política de Frankfurt, al igual que la económica, tiene un gran interés. Ciudad libre del Sacro Imperio desde la Alta Edad Media, era el lugar donde los príncipes electores elegían al emperador. Con posterioridad, a partir de 1562, también en su hermosa catedral tenían el privilegio de ser coronados. Cuando el Sacro Imperio Romano Germánico desapareció en 1815, Frankfurt se convirtió en la sede de la Confederación Germánica. Y en esta línea política, a mí me interesaba sobre todo un hecho y fue emocionante estar en el lugar donde éste se produjo: la iglesia de San Pablo, la famosa Paulskirche, un edificio neoclásico con forma de rotonda

Fotografía de Andreas Praefcke
de finales del siglo XVIII, en el que se reunieron en 1848 los representantes de todos los estados de la Confederación (831 diputados en total) para crear una Alemania liberal y democrática a partir de una constitución que nunca vería la luz. La “primavera de los pueblos” el movimiento revolucionario liberal-democrático que recorrió Europa en toda su extensión, terminó barrida por el gélido viento del autoritarismo establecido en el poder en casi todos los países. Se malogró de este modo el intento de una unificación alemana, que quizá (soy algo aficionada a la historia que podría haber sido y no fue) pudiera haber evitado la unificación efectiva que vendría de la mano de una Prusia militarista y que costó tres guerras antes de 1870 y otras dos ya en el siglo XX, por no hablar de la herida abierta entre Francia y Alemania que sólo pareció cerrarse con la derrota de esta última (y del mundo al completo si analizamos los acontecimientos posteriores) tras la Segunda Guerra Mundial. 
 Un paseo por el Römenberg, una hermosa plaza presidida por la Fuente de la Justicia, donde se encuentra el Römer, 


conjunto de casas de los siglos XV al XVIII, entre ellas el Altes Rathaus (ayuntamiento viejo) y frente a él, otro grupo de edificios medievales con entramados de madera, el Ostzeile, que se han convertido en el símbolo de la ciudad. Todo ello quedó arrasado por la guerra y lo que hoy contemplamos es una reconstrucción. También en este mismo espacio se encuentra la preciosa iglesia de San Nicolás del siglo XIII, de blancos paramentos y decoración en ladrillo rojo, con su esbelta torre coronada por un elaborado chapitel.



           
  Cerca del Römenberg la catedral imperial, Kaiserdom, junto a un parque arqueológico de origen carolingio. Comenzó su construcción en el siglo XIII y guarda una magnífica colección de retablos de madera tallada de finales del gótico, de gran detallismo y particular estética (yo me atrevería a decir que existe un cierto “feísmo” en el arte alemán de todos los tiempos y que éste constituye una de sus características). La torre espléndida se eleva coronada por un inacabable chapitel cónico rematado por una esbelta cruz. 
  
Y desde la pasarela de hierro que une las dos orillas  del Maine,


la visión del río que se aleja para encontrarse con el Rhin; la de la catedral a lo lejos y la de la Leonhardskiche, iglesia del siglo XIII que guarda en su interior una copia de la Última Cena, obra de Holbein el Viejo y a la que no pudimos acceder por estar en obras y, 

                                               

como telón de fondo, los magníficos rascacielos construidos para albergar la sedes de numerosas empresas, entre los que destacan, por citar algunos, la Maintower (240 metros); el Commerzbank (252 metros), obra de Norman Foster; la Messeturmo o la Europaturm, (335,7 metros con la antena) que es la torre de comunicaciones y uno de los edificios más altos de Europa. Son construcciones de acero y cristal que se han integrado muy bien en el paisaje urbano. A lo mejor es cosa del Maine que sirve de elemento unificador.



En la Plaza de la Ópera se levanta el edificio de la AlteOper, neorrenacentista, fiel reconstrucción del erigido en el siglo XIX y que, como tantos otros (es una constante en las ciudades alemanas), quedó arrasado por los bombardeos aliados.

Imagen original de est.kmk-pad.org
  No vimos, con gran consternación por mi parte, la casa de Goethe, que nació y vivió en Frankfurt hasta que se trasladó a Weimar,  otro edificio cuidadosamente reconstruido. Pero bueno… Si pretendes verlo todo, visitarlo todo, a lo peor te pierdes pequeños detalles: personas que pasan y niños que juegan, tiendas y escaparates, parterres y fuentes, puertas y ventanas, paredes y tejados… que manifiestan el alma de una ciudad viva… Y al viajar también se trata de eso.



lunes, 7 de septiembre de 2015

Friburgo

Cuarto viaje. Enero de 2003.
 Con la intención de pasar el fin de año del 2002 en Alsacia, viajamos en avión, vía Ginebra (maravillosas las vistas sobre el lago en cuyas orillas el bosque sólo se ve interrumpido por lujosas villas con hermosos jardines), con destino a Basilea, o a Mulhouse, o a Friburgo, pues resulta que este aeropuerto es verdaderamente internacional, ya que tres países hacen uso de sus instalaciones. Fue un curioso viaje aquel del 31 de diciembre, porque los aviones que tomamos (Sevilla-Ginebra y Ginebra-Basilea, con salida en el lado francés, en Mullhouse) iban prácticamente sin pasaje y las maravillosas y lujosas y carísimas tiendas de un desierto aeropuerto de Ginebra, estaban cerradas. Puede que sea el único día del año en que se de esa circunstancia. No lo sé… Aún no he vuelto para comprobarlo... y aunque lo hiciera, haría lo mismo que en esta ocasión: ver escaparates.

  En este viaje en el crudo y duro invierno, visitamos Friburgo de Brisgovia que pasa por ser la ciudad alemana con más días de sol al año. Desde luego no era el caso en aquel 2 de enero, en el que la lluvia, la humedad y el frío nos acompañaron desde que cruzamos el Rhin cerca de Estrasburgo. La ciudad es ciertamente maravillosa, animada, viva, y se dan en ella un par de circunstancias que a mi modo de ver la hacen verdaderamente interesante. La primera es que se ha convertido en la actualidad en un referente en el uso de las energías alternativas, siendo el lugar donde se ubican los más importantes organismos de Europa relacionados con este tipo de energías. Además posee el mayor número de instalaciones de energía solar de la Unión... ¡Al sur de Alemania! Y, pienso yo que por muchas horas de sol que disfrute al año, éstas estarán un “poquito lejos” de las que disponemos aquí, en la soleada España, en la que por desgracia, los intereses políticos y económicos (por llamarlo suavemente), son los responsables, no sólo de que no se promocionen estas fuentes alternativas, sino de castigar claramente las iniciativas tomadas al respecto con anterioridad. En fin… no es el momento de seguir por este camino.  Aún me queda por nombrar la segunda circunstancia aludida que me parece de lo más positivo… bueno, pensándolo bien relativamente: en su Universidad, fundada en 1457, se matriculó la primera mujer alemana que accedió a estudios superiores, corría el año 1899. No es que la cosa hubiera ido rápida, no, pero… ya era un avance en una sociedad tan patriarcal y jerarquizada como  la de Alemania en aquella época.
 Friburgo es una ciudad relativamente moderna, fundada en 1120, fue desde sus inicios un importante centro comercial, cuyos laboriosos habitantes compraron su libertad a la nobleza dominante para ponerse bajo la protección de los Habsburgo austríacos en 1368. Salvo un breve periodo en el siglo XVII en el que perteneció a Francia, siempre ha formado parte del Sacro Imperio Romano Germánico y luego, desde 1870, del II Imperio. Esa es probablemente la causa de que tenga el “genuino aire alemán” que se observa en su trazado urbano, en sus edificios y sobre todo en su Münster,


edificada entre los siglos XII y XIII, y que es una bella construcción que se presenta ante el visitante como casi todos los edificios religiosos alemanes, sobre todo las catedrales góticas, con una particularidad que me llama poderosamente la atención. Por un lado muestran un aspecto macizo, sólido, fuerte…  a lo que contribuye quizá, el color oscuro de la piedra, y por otro un deseo de elevarse, de despegarse de la tierra en la que tan firmemente se asienta, a partir de altos muros, de arcos apuntados de prominentes ojivas, que por contraste estrechan sus portadas,


pero sobre todo por sus torres (casi siempre una sola) coronadas por chapiteles imposibles, como esta de Friburgo, que, a modo de torre fachada, eleva su planta cuadrada, coronada por una pirámide octogonal y una esbelta aguja hasta los 116 metros de altura.
 El edificio luce el conjunto de esculturas más interesantes en la portada oeste, dónde una Virgen de aire francés, ocupa el parteluz.


 Tuvimos ocasión de contemplar bien esta portada porque a la salida del templo (planta de salón, con tres naves y deambulatorio, un gran presbiterio con hermosas bóvedas reticuladas y sobre todo unas espléndidas vidrieras medievales), llovió tan prolongádamente que hubimos de permanecer allí durante mucho tiempo. Al final no tuvimos más remedio que, bajo el agua, cruzar la espléndida Münsterplatz, 


rodeadas de preciosas casas de inclinadísimos tejados, para comer en un típico restaurante en el que la madera bruñida de las mesas y de las paredes y la hermosa estufa encendida, además de la contundente y típica comida friburguesa, que por cierto tuvimos que tomar en el orden exacto que consideró oportuno (sin acabar la ensalada no servía la carne) la rotunda camarera ¡cualquiera se atrevía a contradecirla! nos hicieron entrar pronto en calor. 

 Ya reconfortados, aunque todavía algo ateridos, contemplamos la roja Kaufhaus (Casa de los Comerciantes) con una preciosa balconada y un coqueto mirador en la esquina,


y a continuación en la Rathausplatz, los dos Ayuntamientos, cuyos edificios se encuentran juntos. El Viejo, es también de color rojo, con una torre sobre el portal de acceso. A su lado el Nuevo (aunque ambos datan del siglo XVI) tiene un pórtico con tres arcos en el cuerpo central y dos torres laterales. Es de color blanco, siendo en sus orígenes una de las sedes de la Universidad, hasta que a principios del siglo XX fue reconvertido en ayuntamiento. 



Continuamos el paseo por pintorescas calles recorridas por los bächle, pequeños canales por los que fluye el agua desde la Edad Media y que aquel día estaban a punto del desbordamiento. Pasamos junto a la Puerta de San Martín, del siglo XIII, que es una de las tres que aún se conservan.


 Es una torre maciza a la que su remate (un pronunciado tejado a dos aguas coronado por una aguja y rodeado de cuatro pequeñas torrecillas cubiertas por chapiteles cónicos) logra dotar de una ligera elegancia. Pasamos por la sede de la Universidad que ocupa un antiguo centro jesuita y por la casa que ocupara Erasmo cuando se instaló en Friburgo después de que Basilea, la ciudad donde residía y donde volvería con posterioridad, abrazara la Reforma. Fue emocionante recordar a este indomable intelectual que siempre apostó por la libertad de pensamiento.
 Como se puede comprobar, el día, a pesar de la lluvia y el frío fue muy provechoso, aunque…no estaría mal volver en verano.  


jueves, 3 de septiembre de 2015

Saarbücken, el Rhin, Baden-Baden.

 Tercer viaje. Agosto de 1999.

 Nueva visita a tierras alemanas aprovechando un viaje a Francia, a Huttenheim en Alsacia y a Rouhling en Lorena. En estos hermosos pueblos vive  parte de mi familia, por lo que una vez allí, resultan muy fáciles y placenteras las excursiones al otro lado del Moselle y del Rhin. En esta ocasión, además de la alegría del reencuentro, el viaje tenía un motivo añadido: el eclipse total de sol que tuvo lugar ese año y que en esta zona fronteriza (nosotros lo seguimos desde Rouhling) tenía uno de los mejores puntos de observación. Adelanto aquí que fue una experiencia extraordinaria de la que espero escribir cuando le toque el turno a mis impresiones francesas.  
 Los lugares visitados esta vez fueron  Saabücken, el Rhin (ineludible) y  Baden-Baden.

 Saarbrücken
  La vuelta a esta ciudad capital del Sarre después de tantos años, me permitió apreciar mejor sus particularidades y disfrutar de la visita aunque de manera diferente a como lo había hecho tiempo atrás.
 Saarbücken en sus orígenes fue una fundación celta incorporada al Imperio Romano de lo cual dan fe los restos del santuario de Mitra del siglo III d.C. Los francos conquistaron el territorio y construyeron una primitiva fortaleza, Sarabrucca, de cuyo nombre deriva el actual. Varios documentos de la época de Otón III (siglo X) atestiguan su importancia estratégica y la riqueza de sus recursos mineros, por lo que fue disputada por el reino de Francia y el Sacro Imperio Romano Germánico. Su status no varió con el paso de los siglos y así acabó convirtiéndose en moneda de cambio entre Francia y Alemania después de las dos guerras mundiales. La Paz de Versalles la puso en manos francesas, aunque los acontecimientos del periodo de entreguerras permitieron un plebiscito (1935) que ganaron por amplísima mayoría los partidarios de su incorporación a la Alemania nazi. Los bombardeos aliados la dejaron prácticamente asolada.  Fue ocupada de nuevo por Francia tras la guerra, pero por segunda vez una amplia mayoría de sus habitantes votó en 1957 su incorporación a la República Federal Alemana. Estos vaivenes de la historia dan muestra de su enorme valor estratégico y el hecho que yo los consigne, en esta ocasión y en las venideras, dan muestra a su vez del enorme interés que siempre he tenido por la historia de Alemania.
 La mayor parte de su patrimonio data del siglo XVIII, del gobierno del duque Willhem Heinrich Von Nassau-Saarbrücken, y son obras barrocas debidas al arquitecto Friederich Joachim Stengel, que también remodeló la ciudad. Sobre el castillo medieval construyó un hermoso palacio (Schloss) de planta en U, rodeado de jardines, siguiendo el mismo modelo que después vería en muchas ciudades, sobre todo del sur de Alemania, capitales de sus antiguos estados independientes. El tamaño y riqueza constructiva de estos palacios, constituían el medio por el que sus gobernantes rivalizaban entre sí. La mayoría me han parecido hermosamente barrocos. En el de Saarbrücken, muy dañado  durante la II Guerra, reconstruyeron el cuerpo central utilizando hierro y cristal. El efecto es impactante.
 El Alte Rathaus,


antiguo Ayuntamiento, con su hermosa torre central; la iglesia católica de San Johan y sobre todo la Ludwigskirche, templo protestante de austera fachada, planta de cruz griega e impoluta blancura en su interior, son los edificios más importantes. Las tumbas góticas y renacentista de la familia Von Nassau-Saarbrücken en San Arnual, no pudimos visitarlas.
 El río Saar (Sarre en francés), las animadas calles comerciales (decoradas por aquellos días con figuras de leones en las que podían apreciarse todas las combinaciones de colores imaginables, algo que a todas luces les restaba fiereza a su aspecto); el conocer que fue en esta ciudad donde se creó en 1604 un Gymnasim que fue el primer centro de enseñanza secundaria de Europa y...



la deliciosa, aunque dubitativa  merienda (la variedad y exquisitez de tartas y pasteles requieren en Alemania un concienzudo estudio antes de decidir), constituyeron un buen final de excursión a esta ciudad que ha sabido reconvertirse, después del cierre de las minas de carbón en 1960, en uno de los centros de investigación científica más importante del país.
 Y cuento para terminar una pequeña transgresión: hicimos el viaje en tren desde Grosbliederstroff, sin validar los billetes, ante la consternación de mis primas. Alegamos entre bromas que si venía un revisor, ellas permanecerían calladas y nosotros pondríamos caras de turistas despistados. No hubo necesidad. No vino nadie. 

   2 El Rhin.
  Por aquellas tierras pueden amanecer hermosos días de verano (y también horribles, fríos y húmedos días de verano). Aquel 13 de agosto era uno de los que te permitían una agradable excursión, así que con gran entusiasmo por mi parte y  mucha más calma por la de los demás, es preciso decirlo, salimos en bicicleta  para comer en las  frondosas orillas de mi bien amado Rhin. Fue un picnic estupendo, pero el problema vino a la vuelta, de tal modo que resultó ser la última excursión a velo que he hecho, porque, a pesar de que los conductores respetan escrupulosamente (hasta límites insospechados en España) a los ciclistas, me asusté sin motivo con la presencia de un coche y el frenazo y posterior aterrizaje en el duro asfalto me han quitado hasta ahora, las ganas de repetir la experiencia… y ya van años.  Pero  en fin… nunca se sabe. Afortunadamente no quedó constancia gráfica del hecho ni de las posteriores consecuencias en forma de moretones.

3 Baden-Baden.
  El periplo alemán de aquellas vacaciones concluyó con una visita a Baden-Baden. Cruzamos el Rhin en Estrasburgo, donde ya ha adquirido su aspecto de gran río (curso adelante cambiará a grandísimo río). Creo que puedo decir que esta zona fronteriza ¡que tantos quebraderos de cabeza ha dado a Europa a lo largo de la historia! posee uno de los más hermosos paisajes que puede el viajero imaginar. El Rhin discurre majestuosamente por un ancho valle (la Plaine de l´Alsace en el lado francés) salpicado de preciosos pueblos de casas con entramados de madera y tierras de labor cuya fertilidad puede verse y aún olerse. Cierran el valle, en Francia la cordillera de los Vosgos (es un hecho cierto que antes de la Gran Guerra, llevaban a los soldados a contemplar desde sus cumbres las hermosas tierras alsacianas en poder de los alemanes desde 1870, para encender en ellos el ánimo revanchista), y en Alemania la Selva Negra, una continúa sucesión de bosques donde los árboles alcanzan alturas considerables, los ríos llenan el espacio de verdor y los pueblos y viñedos se encaraman por las faldas de las montañas.
 Algo que llamó mi atención sobremanera (y que siempre la ha llamado en posteriores viajes por el país) es el hecho que de que en este paisaje idílico, no faltaban… fábricas. No pude averiguar de qué, pero si admirar el aspecto ordenado, limpio y pulido de sus instalaciones. Hay algo de verdad en los tópicos. Sin duda.


 Pero volviendo a mi excursión de aquel día, fresco y con lluvias intermitentes que de ningún modo iban a enfriar el entusiasmo que supuso llegar a Baden-Baden, en las laderas de la Selva Negra y a las orillas del río Oos. En sus orígenes fue un asentamiento celta conquistado por los romanos que desde el primer momento (la bautizaron como Civitas Aurelia Aquensis) supieron aprovechar las propiedades curativas de sus aguas, como lo acreditan las ruinas de unas termas que aún se conservan bajo la Plaza del Mercado y del edificio del Friedrichsbad. Con posterioridad fue ocupada por los alamanes y por los francos que construyeron su primitiva fortaleza. A pesar de sufrir casi una completa destrucción en las guerras del siglo XVIII, al final de dicho siglo ya estaba considerada una de las estaciones termales más importantes de Europa. Y para concluir este breve resumen recordar, porque no se puede ni se debe olvidar, que fue la sede de las fuerzas de ocupación francesa tras el horror de la II Guerra Mundial.
 La vista de la ciudad a los pies del Schloosberg (monte del Castillo) es impresionante. Posee una hermosa colegiata gótica,  un entramado urbano que converge en la Plaza del Mercado, un magnífico palacio de los siglos XV y XVI, residencia de los magraves y una sucesión de preciosos jardines, bulevares y plazas ajardinadas.

Pero  en esta ocasión permítaseme la frivolidad: a mí me parecieron maravillosos los edificios del siglo XIX, como el neorrenacentista Friedrichsbad (Casa de los Baños de 1877); el Kurhaus, el casino que desde 1838 eleva su blanca fachada porticada sobre una verde pradera, aquel día  salpicada de carpas donde refugiarse de la lluvia para seguir disfrutando de la música que interpretaba una orquesta. Pero, como hay que ser consciente de las debilidades humanas, la belleza y elegancia del  


entorno no debe hacernos olvidar como el  juego puede llevar a la ruina, tal como nos contó Dostoyevski  en su novela El jugador. Y él sabía de lo que hablaba. Pasó aquí mucho tiempo. 


 Muy elegante el majestuoso  Trinkhalle (Sala de Hidroterapia de 1839) con su galería porticada sobre hermosas columnas clásicas y sus fuentes de agua mineral en el interior y también los bellos edificios, los lujosos hoteles, las elegantes tiendas…


 Y todo ello con un aire refinado y exquisito que pensé no debía quedar muy lejos del que tendría el lugar en aquellos gloriosos años de la
Belle Époque, cuando la ciudad recibía a una sociedad rica y despreocupada, en víspera de uno de los mayores desastres que ha vivido la humanidad. Pero bueno… como si no supiera lo que iba a ocurrir en 1914, aquella tarde, después de una maravillosa merienda, té y pasteles, un tranquilo paseo, una charla sosegada… me sentí cercana a mi admirado Stefan Zweig y su “mundo del ayer”