domingo, 23 de agosto de 2015

Impresiones alemanas I




 El primer viaje. Julio de 1965.


  La primera vez que fui a Alemania era apenas  una adolescente. Crucé la frontera francoalemana por el puente sobre el río Moselle en el pequeño pueblo de Grosbliderstroff.
 Nos dirigiamos a Saarbrücken, una gran ciudad de la que apenas percibí unos grandes almacenes repletos de cosas bonitas y un montón de personas, que muy serias y perfectamente vestidas, comían sin pudor bocadillos de salchichas... andando por la calle ¡inconcebible!
 Corría el año 1965 y yo vivía en una España atrasada y mojigata y sometida e infeliz. Aunque a decir verdad era demasiado joven para tener plena conciencia de ello, a partir de entonces comencé a adquirirla.  
 Toda la familia, mis padres, mis dos hermanos y yo, habíamos viajado a Lorena (algo que me convertía en una especie de osada aventurera entre mis amigas del pequeño pueblo donde residía, cosa que debo confesar me encantaba)  para visitar a mis tíos exiliados desde la Guerra Civil,  a mis abuelos que vivían con ellos y a mis primos a los que ya conocíamos porque ellos sí habían venido a nuestra casa a pasar sus vacaciones de verano en años precedentes. Podrá entenderse que, aunque sentía una gran curiosidad por todo lo que veía, mis prioridades eran pasarlo lo mejor posible. Para los adultos la visita tenía otras connotaciones que nosotros no llegábamos a entender por aquel entonces.  
  Las impresiones recibidas durante el viaje (hubimos de atravesar España y Francia) y el conocer cómo vivían mis familiares y sus vecinos y amigos  en un pueblo minero del Sarre, Rouhling,  me hicieron preguntarme por primera vez qué ocurría en mi país (de eso nunca se hablaba), por qué estábamos tan atrasados en todos los órdenes de la vida, por qué ellos que “sólo eran mineros”, la mayoría españoles republicanos, tenían en Francia un nivel de vida que un obrero en España no hubiera soñado jamás. 
 Quizás en aquel primer viaje no apreciara mucho el patrimonio de las ciudades que conocí, aunque indudablemente me extasiaron sobre todo los bosques (¡tantos árboles!... como en los cuentos) y los grandes ríos (esas hermosas corrientes de agua me fascinaron y aún siguen haciéndolo), pero lo  cierto es que comprendí, quizá de manera inconsciente, que para vivir con plenitud hay que tener bien abiertos los cinco sentidos y atrapar con ellos todas las sensaciones que te ofrece el mundo que te rodea.  
 Tardaría muchos años en regresar a Alemania.

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